Sólo de una
forma irónica se puede interpretar el título de esta miniserie de seis
episodios salida de la factoría de la BBC, y que ya tiene confirmada una
segunda temporada que se empezará a rodar en 2015, para su emisión a finales de
ese mismo año en la televisión pública británica.
Seis capítulos
en los que es casi imposible meter más cosas y tan bien encajadas unas con
otras, de tal forma que la investigación de un secuestro en una zona azotada
por la plaga de las drogas, termina convirtiéndose en un camino a recorrer a
través de los sentimientos, las angustias, los miedos, los perfiles escabrosos
de la vida, la mentira y la falta de una mínima conciencia que impide hacerse
cargo de los actos generados por las propias decisiones de unos, empeñados como
están los personajes (lo mismo que en la vida real), de culpar al mundo de las
pifias propias.
Signo de un
mundo en el que nos toca vivir, carente de sentido de la responsabilidad y del
más mínimo sentido del mal, obsesionados como están (estamos), pensados que los
demás están en la tierra únicamente con la función de satisfacer nuestros
caprichos, sean éstos cuales sean, encerrados en las prisiones del egoísmo más
absoluto.
Eso sólo es
una parte, aunque, resolución del caso policial aparte, probablemente el nudo
gordiano del fondo de la serie, de una población que sólo desde la ironía se
puede entender que se llama Happy Valley (Valle Feliz), cuando nos encontramos
con familias rotas, bien por un suceso trágico, bien por el azote del alcohol o
las drogas o las dos a la vez, agobiadas por querer vivir en un estatus que no
corresponde por ingresos, o amparados en una doble vida en la que todo aparenta
perfecto pero que está podrido de raíz.
Así no es raro
que nos encontremos ante un drama y de los gordos, con una protagonista, la
sargento Catherine Cawood, interpretada de forma magnífica (de hecho el
adjetivo creo que se le queda cortísimo) por Sarah Lancashire. Una mujer
cercana a los cincuenta, con la familia rota por un suceso trágico ocurrido
ocho años antes del inicio de la historia, que vive con una hermana que se
repone de sus adicciones, con ataques de ansiedad y que carga con un
sentimiento de culpa muy importante, mientras la gente que tiene alrededor se empeña
en cargarla con sus propias miserias.
La violencia física y psicológica de tal forma en Happy Valley que termina creando una atmósfera capaz de atrapar a los espectadores, que no hacemos más que rebullirnos inquietos en nuestros sillones deseando conocer el final y deseando, como pocas veces, que el culpable reciba el castigo que se merece y Catherine pueda tener al final, un poco de esa paz que también, sin duda alguna, se merece, y mucho.
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