viernes, 30 de octubre de 2009
miércoles, 28 de octubre de 2009
Rafael Canogar (Toledo, 1935)
En alguna entrevista ha reconocido que se siente más ciudadano que artista, y eso a pesar de que a los 13 años ya tenía claro que lo que quería era dedicarse a la pintura, y de ahí que no se pueda desligar el arte de este castellano-manchego de los avatares históricos y sociales por los que ha pasado España y el propio artista.
Un arte testimonio de su momento y, quizás por eso, un arte en cambio permanente, cruzando de un estilo a otro hasta definir un, llamémosle así, no-estilo, es decir, que la ausencia de un estilo claramente definitorio podría considerarse, y así lo hacen algunos críticos que esto no es aportación original mía, como el estilo de Rafael Canogar.
Los inicios artísticos del toledano, están vinculados a un post cubismo aprendido de la mano de Daniel Vázquez Díaz, con quien se relaciona durante varios años en Madrid, y que le llevará a relacionarse con la forma de hacer de Picasso, de Braque o del Miró surrealista. Desde ahí irá evolucionando hacia la abstracción y el informalismo, lo que le llevará a convertirse en uno de los fundadores de el Grupo El Paso en 1957, grupo en el que coincidirá con Manuel Millares, Antonio Saura, Luis Feito, Manuel Rivera, Pablo Serrano, Juana Francés y Antonio Suárez. Grupo que utilizó el franquismo para dar una pátina simplemente externa, de modernidad en el campo del arte, en lo que fue un soplo de aire fresco en el anquilosado panorama artístico de aquella España gris.
La realidad social de los años 60 pasará luego a convertirse en su fuente de inspiración, dejados ya de lado los postulados informalistas, apoyado en las imágenes que aparecen en los medios de comunicación, mientras que su técnica empieza a introducir elementos nuevos como el poliéster, acrílicos, maderas o fibras de vidrio que dan a su obra una mayor consistencia matérica. Resumiendo mucho su trayectoria artística desde ese momento, las oscilaciones entre una pintura de raíz más figurativa y una más plenamente abstracta, se suceden.
En todo caso, se trata de una obra coherente, muy vinculada a la realidad, testimonio de su época y con la constante de utilizar una paleta de color muy reducida, parca, sobria, en la que destacan el blanco y el negro, no con exclusividad, pero sí con una presencia constante. Colores que, dependiendo del momento artístico, se aplican con violencia, incluso rascándolos con las manos, o de forma más serena en grandes superficies de colores planos que se tocan, se superponen, pero no se mezclan.
lunes, 26 de octubre de 2009
Saber perder (David Trueba, Editorial Anagrama, 2008)
El deseo trabaja como el viento. Sin esfuerzo aparente. Si encuentra las velas extendidas nos arrastrará a velocidad de vértigo. Si las puertas y contraventanas están cerradas, golpeará durante un rato en busca de grietas o ranuras que le permitan filtrarse. El deseo asociado a un objeto de deseo nos condena a él. Pero hay otra forma de deseo, abstracta, desconcertante, que nos envuelve como un estado de ánimo. Anuncia que estamos listos para el deseo y sólo nos queda esperar, desplegadas las velas, que sople su viento. Es el deseo de desear.
Así empieza el todopoderoso narrador de la última novela del también director de cine, David Trueba, Saber perder. Una historia en la que viven cuatro personajes, Sylvia (chica de 16 años a la que un accidente la hará entrar en otra fase de su evolución vital), Lorenzo (su padre, al que un amigo engaña en los negocios y al que su mujer deja por otro hombre), Leandro (su abuelo, que encuentra en el sexo mercenario la forma de escapar al derrumbe del andamio de su existencia), y Ariel Burano (un prometedor jugador de fútbol argentino que llega a un equipo de la capital)
Todos ellos forman una galería de supervivientes, de personas que son más que personajes literarios, son personas de carne y hueso, con vidas cotidianas atravesadas de rutina y que, al mismo tiempo, van transitando por los lugares escabrosos de la existencia, sobre esa línea tan fina que separa lo que se considera el éxito de lo que se considera como fracaso. Los cuatro se encuentran en momentos determinados en encrucijadas en las que sólo el amor, adopte esta palabra la forma que adopte, parece ser lo que les puede sacar del fracaso o hundirlos un poco más en él.
Casi podríamos decir que son personajes, como todos nosotros, condenados a volver a levantarse después de un golpe o de una auténtica paliza, para recuperar una cierta noción de normalidad, de volver a encajar las complejas piezas del puzzle de la existencia. Por esos caminos nos lleva esa voz omnipotente del narrador que sabe todo lo que les ha ocurrido, cómo han llegado hasta donde están y hacia donde se dirigen, y que, de vez en cuando, les cede la voz para que sepamos de qué hablan, qué es lo que sienten.
Diálogos que aparecen imbricados de forma directa en la narración, sin ningún signo de puntuación que los señale, formando un todo único que funciona a la perfección, como un mecanismo de la más alta precisión, para formar 500 páginas de buena literatura.
“Sobrevivir sigue siendo la gran aventura, no tiene nada que ver con el mundo ficticio de las encuestas, los medios de comunicación, el ocio o la cultura” dice el propio autor en una entrevista, y precisamente por eso nos deja unos personajes que “me gusta que hagan cosas feas y que aún así te obliguen a acompañarlos en el viaje.” ¿Quiénes somos nosotros para juzgarlos? ¿Quién es nadie para juzgar a nadie?
viernes, 23 de octubre de 2009
martes, 20 de octubre de 2009
Ana Tarsia (Buenos Aires, Argentina, 1931)
Este artículo no puede empezar de otra forma que no sea dando las gracias a Ana Tarsia, tanto por haberme autorizado para utilizar sus obras para ilustrar este texto, y por haberme desvelado algunas de las claves de su arte.
Entrando en materia, nos encontramos ante una artista de dilatada trayectoria a lo largo de la cual, además de la pintura, también ha trabajado la ilustración de libros como El Cantar de los Cantares, y que ha tenido en algunos personajes literarios, como el caso del capitán Ahab, una fuente de inspiración.
Independientemente de se trate de pintura o de ilustración, lo que siempre se mantiene es la importancia fundamental que da al dibujo, tanta que en muchas ocasiones, sus obras carecen de más color que el aportado por el lápiz o el carboncillo. “El color va y viene. Coincido con usted en que el dibujo es una base fundamental en mi obra”, me dice la propia artista.
Como espectador de su obra, son múltiples las referencias que me vienen a la mente. Así, en sus obras no podemos por menos que apreciar rasgos que muy podrían responder a la obra de El Bosco, Brueghel, la pintura metafísica, el arte naïf, y también cuestiones apreciables en los retratos renacentistas. Cuando le pregunté acerca de estas posibles influencias, Tarsia me contesta que “las posibles influencias son tantas que me sería imposible identificarlas, pero sí puedo hablar de mis maestros Juan Batlle Planas y Aída Carballo. Me influye todo y todos, me considero permeable. Trato de que rebote en mi superficie.”
Unas obras las de Ana Tarsia que remiten a paisajes imaginados, lo que no excluye que puedan tener una base real, y en los que aparecen seres humanos, entre los que tienen una presencia fundamental las mujeres, personajes éstos últimos que en ocasiones aparecen escondidos detrás de árboles, en medio de la floresta o detrás de máscaras. Son mujeres a través de las cuales Tarsia desvela las “estrategias conscientes o inconscientes a las que, a través de la historia, tuvieron que utilizar para subsistir. Actualmente, si no se escudan detrás de velos, de su silencio etc, en algunos países simplemente los matan”, según me cuenta la propia artista.
Personajes que conviven con naturalidad con lo extraño, de una forma natural que no deja de parecernos rara, hasta que nos paramos a pensar que eso es lo que hacemos todos nosotros todos los días, y es que el ser humano tiene una gran facilidad para convertir en normal lo que no debería de considerarse de esa manera. De su obra se ha escrito que “construye en la trama de lo cotidiano fracturas poéticas a través de las cuales eleva la extrañeza del mundo. (…) Un mundo más allá del tiempo y, sin embargo, de este tiempo.”
Alicia Romero y Marcelo Giménez, escriben en referencia a la presentación de la retrospectiva dedicada a Ana Tarsia, titulada Sólo Setenta, lo siguiente: “Descubre paisajes reales imaginándolos. Implica interioridad en lo exterior, intimidad en el espacio, identidad en los lugares. Dibuja moradas para lo pequeño y celebraciones para el silencio. En una trama primera se hace cómplice del brote de lo humano y lo animal, el agua y la fronda, el objeto y la cosa. Luego protege sus metamorfosis construyendo un proscenio a la interlocución entre figura y memoria.”
domingo, 18 de octubre de 2009
La Casa de la Fuerza (Atra Bilis, Angélica Lidell, Teatro de La Laboral)
“El día 2 de octubre de 2008, el día de mi cumpleaños, ya era plenamente consciente de que había perdido todo lo que amaba o había amado. Estaba asustada, furiosa y triste. Prácticamente había dejado de leer y escribir. Ese mismo día, me apunté a un gimnasio, uno de esos lugares de los que siempre había echado pestes, buscando algún tipo de contradicción. Y allí empezó La Casa de la Fuerza. Descubrí que la extenuación física me ayudaba a soportar la derrota espiritual. Me agotaba. Eran ejercicios de preparación para la solead. Eran ejercicios de no-sentimientos para aniquilar el exceso de sentimientos. Pero poco a poco la soledad se impuso violentamente a la fuerza, y a partir de ahí la pelea entre la soledad la fuerza fue salvaje. De modo que la fuerza me permitió ahondar en la fragilidad, la imperfección, la debilidad y la vulnerabilidad” (Angélica Lidell)
Me declaro absolutamente incapaz de trasladar en palabras la complejidad visual que da forma a La Casa de la Fuerza, el último montaje de la directora teatral, dramaturga y actriz, Angélica Lidell, cuyo estreno absoluto tuvo lugar en el teatro de La Laboral (Gijón), los pasados días 16 y 17 de este mes de octubre.
Una obra que tiene casi cinco horas de duración a lo que hay que añadir dos descansos, que nos hizo abandonar el teatro pasadas las dos de la madrugada. A lo largo de todo ese tiempo, asistimos a una obra dividida en tres partes, en las que la soledad, la debilidad, la fragilidad, las rutinas que desprecian sistemáticamente a la mujer, la humillación, la frustración, se nos hacen presentes con un estilo expresionista, que no ahorra ningún detalle al espectador, con un tono duro, directo, imposible de ignorar.
Angélica Lidell se somete a sí misma y a sus dos principales compañeras de escena, a un más que intenso trabajo físico (pesas, planchas, traslado de sofás, descarga de sacos de carbón…) que nos ayuda a entender la angustia de unas mujeres que encuentran en ese desahogo físico la manera de mantener a raya su soledad, de no pensar en la existencia, en la vida entendida como “ese lugar donde no vamos a dejar más rastro que el de una oruga aplastada por un camino, y aún así el amor fracasa, la inteligencia fracasa, y nos destrozamos los unos a los otros, por cobardía, y humillamos y somos humillados, hasta el final”, como dice la propia Lidell.
En relación a este montaje la autora afirmaba en una entrevista en la revista teatral Artezblai lo siguiente: “Hay un espacio poético que se rige por las leyes de la transgresión, es decir, por las leyes del sacrificio, por esas leyes distintas a las leyes sociales, la transgresión es la transformación de lo excluido, de lo marginado, de lo reprimido por las normas sociales. El sacrificio trágico, en un escenario, es la transformación de las pasiones en algo bello. Es este sacrificio el que luego revierte en conocimiento, en revelación del alma humana. En el escenario estamos como si hubiera una matanza suspendida sobre nuestras cabezas.”
Deja para el pieza final el feminicidio que se está produciendo en algunas ciudades mexicanas como el caso de Ciudad Juárez o Chihuahua, a través de las voces de tres actrices mexicanas que nos aproximan una realidad brutal, sin sentido, y que es la expresión máxima de la humillación diaria a la que somete a muchas mujeres en todos los lugares del mundo. Y es que México está muy presente en este montaje desde un inicio en el que no pude por menos que pensar en la obra de Frida Kahlo, al mariachi que toca en directo y otras referencias que se van combinando con las europeas.
En medio de todo el panorama desolador que nos deja La Casa de la Fuerza, brilla con una intensidad grandiosa el cellista Pau de Nut, poseedor de una voz extraordinaria y que con eso y su cello nos dejó un repertorio de canciones interpretadas de una forma inolvidable.
Después de casi cinco horas lanzándonos golpes inmisericordes al plexo solar, llega la frase con la que se cierra la obra y que ya nos deja absolutamente noqueados, lanzados sobre la lona sin toalla que arrojar al suelo: “Tanto amar para morir solo”.
Fin de la función. Público en pie. La ovación es larga y sincera. Absolutamente merecida.
viernes, 16 de octubre de 2009
miércoles, 14 de octubre de 2009
Si la cosa funciona (Whatever Works, Woody Allen, 2008)
Gusanos, mini gusanos, sub mentales. Esas son las categorías que tiene Boris (Larry David) para etiquetar a sus congéneres humanos. Y es que no es fe en la humanidad precisamente lo que tiene ese particular alter ego de Woody Allen, y es que todos los pensamientos positivos que tenemos acerca de los seres humanos se basan en una premisa absolutamente falsa que dice que las personas somos básicamente éticas, algo que la realidad se encarga de desmentir a cada paso.
Si la cosa funciona supone un feliz regreso del genio norteamericano al terreno de la comedia ácida, irónica, inteligente, de diálogos brillantes sobre la que ha cimentado su carrera, y deja atrás auténticos horrores como Vicky Cristina Barcelona (ya el título da más que miedo) y alguna que otra cosa. De nuevo las calles de su Manhattan cogen protagonismo, mientras Boris (un casi nominado para los Nobel) se mal gana la vida dando clases de ajedrez a niños que no soporta, y mira a todos sus congéneres desde lo alto de una inteligencia superior, o eso es lo que él piensa de sí mismo.
En sus encuentros con los otros, va desgranando sus ideas acerca de la religión, la moralidad, la propia existencia, a la vez que padece de terrores nocturnos, misantropía, e hipocondrias varias, vamos el personaje más clásico de Allen que consigue devolver las carcajadas a un patio de butacas al que se dirige de forma directa, lo mira desde la pantalla y a él le habla de forma directa.
Para la ocasión, Allen rescata un guión de los años 70 puesto al día, en el que no tiene piedad de nada ni de nadie, empezando por la propia sociedad norteamericana parce que irresolublemente dividida entre unas ciudades, en este caso Nueva York, progresistas y brillantes, y un sur (Missisipi) paleto, cateto y anclado en una visión arcaica de la religión. Ambos mundos representados por la inteligencia superior de Boris, y la estulticia no exenta de una cierta ternura, de Mandy, la jovencita que aterriza por azar en el apartamento de Boris hacia el que se sentirá atraída.
El azar es una de las cosas que reivindica Allen en esta película, especialmente cuando hable de las relaciones amorosas, y parece decirnos que para encontrar el amor hay que estar dispuesto a ello, a dejar que la realidad vaya configurando las líneas maestras hasta que se van consolidando las configuraciones sentimentales que logran dejarnos en equilibrio.
Una película que yo no incluiría dentro del apartado de las geniales, pero que sí está en un nivel medio alto dentro de la producción de Allen, y que nos deja un buen sabor de boca cuando salimos del cine después de habernos echado unas risas y de haber disfrutado, una vez más, de unos diálogos brillantes que nos devuelven algo del mejor Woody Allen. Ya quedo a la espera de la próxima.
lunes, 12 de octubre de 2009
Pablo Suárez (Buenos Aires, Argentina, 1937-2006)
Independientemente de la técnica artística que utilice, lo que nos queda meridianamente claro cuando nos enfrentamos a una obra de Pablo Suárez, es que las personas y sus duras circunstancias, son el referente clave. Un artista clave en el devenir de la contemporaneidad artística argentina, que llevó su compromiso social al mundo del arte, pero también al del sindicalismo y la defensa de los trabajadores.
Sus personajes, la mayor parte de las veces desnudos, sienten un profundo desconcierto, no son capaces de comprender porque de repente se hallan convertidos en el ingrediente de un sopa, o porque están a punto de ser aplastados por una piedra, mientras otros intentan ascender a gatas por una escalera que les lleve a abandonar su miseria.
Podría aplicársele ese palabro de nuevo cuño de lo “glocal”, es decir, algo que es global desde lo local. Y es que la crítica social, política, cultural que destila la obra de Pablo Suárez, está cimentada con firmeza en la realidad argentina, pero es perfectamente extrapolable a cualquier otro lugar del mundo. Humor negro, sátira, crítica ácida, la parodia, se encuentran en buenas dosis en las obras de un artista que dijo en alguna ocasión que “la caricaturización enfatiza la situación enmarcándola dentro de un esquema parodial, que facilita la lectura y elude el peligro de una dramatización exagerada.”
Suárez siempre intentó acotar los niveles de lectura de su obra, para mantener claro el mensaje que quería transmitir y reducir, así, la capacidad del espectador de volcar sobre la obra sus propios esquemas mentales. A ese respecto el artista dijo: “Uso el título como pie de ingreso, como pauta que determine el “tono” con que fue hecha la obra, para dirigir la mirada del observador. No puedo ofrecerle al observador otra cosa que lo que ve, y aunque reconozca que la reconstrucción posterior que éste realiza en su memoria suele diferir de lo que ha visto en su primer contacto con el trabajo, intento acotar la variabilidad lo más posible.”
Obras que ponen al espectador en el trance de reconocer su propia realidad y la de muchos de sus convecinos, una realidad que tiene aristas, rincones oscuros con los que convivimos todos los días, y que el artista nos pone delante sin que podamos eludir su visión, la reflexión acerca de nuestra propia posición al respecto de esos mundos paralelos.
La denuncia de los mecanismos mercantilistas del arte, de la promoción de artistas y de obras a base de estrategias de marketing, por encima de los criterios de calidad artística, fue otro de los caballos de batalla de Suárez, quien utilizó sus obras para poner de manifiesto la connivencia entre diferentes estamentos para elegir al arte que debía de triunfar.
Inés Girola lo explica muy bien: “(…) así como puede entreverse en su producción una parodia continua a las instituciones del arte (como una secretaria de museo plateada que repite en su teléfono "en este momento no podemos atenderlo"), el artista también caricatura al arte mismo y se cuestiona acerca de las posibilidades de representación que ofrece la materia, esto es, la relación entre el cuadro y el cuerpo, el objeto y el entorno; en suma, se pregunta acerca de los "límites" reales o imaginarios de las obras de arte -así como los de la realidad misma."
jueves, 8 de octubre de 2009
In the end
Todo tenemos cicatrices / Todos fingimos reír / Todos suspiramos en la oscuridad / Nos detienen antes de empezar / Empieza el primer acto / y te das cuenta de que todos esperan / una caída, un fallo, el final. / Hay un camino marcado por las lágrimas. / ¿Te importa hablar para acallar mis temores? / ¿Te importa llevarme a un lado / y decirme que sí, que lo intenté? / Y cuando empiece tu último suspiro, / respira con alivio porque todos llegamos al final. / Y cuando empiece tu último suspiro, / descubrirás que tu demonio es tu mejor amigo / porque todos llegamos al final.
Tema de la BSO de Shortbus.
martes, 6 de octubre de 2009
Yinka Shonibare (Londres, Gran Bretaña, 1962)
Nacido en la capital británica en el seno de una familia de origen nigeriano, a los tres años regresó al país africano, para regresar a Gran Bretaña convertido ya en adolescente. Eso le generó a Yinka Shonibare una doble identidad, crecer con un pie en cada continente, y ahí encontramos una de las motivaciones de su carrera artística en la que reflexiona sobre la construcción de la identidad, y cómo las relaciones entre mundos diferentes acaban por conformar un sistema de influencia mutua de consecuencias insospechadas.
Al poco tiempo de volver a Inglaterra, a Yinka le fue diagnosticada una mielitis transversa, enfermedad que, según el diagnóstico médico, le condenaba a una parálisis total. Sin embargo, tres años más tarde lograría recuperar la práctica totalidad de su movilidad, quedándole como secuela más visible una ligera inclinación de cabeza.
Después de ese paréntesis marcado por la enfermedad, Yinka retomó sus estudios artísticos hasta convertirse en un artista de referencia capaz de expresarse por medio de la pintura, la instalación, la fotografía o el cine. Medios que Yinka pone al servicio de un arte que pone en solfa los esquemas cultura predeterminados, esos que os dicen cómo tienen que ser las cosas para que las podamos encajar en su hueco correspondiente, rompiendo los discursos unidireccionales y creando una suerte de arte mestizo en el que confluyen elementos europeos con los africanos.
Obras de artistas como Jean-Honoré Fragonard, William Hogarth, Thomas Gainsborough, o Goya, son reinterpretados por Yinka quien sustituye a los personajes centrales de esas obras y los sustituye por otros de aspecto africano y en los que, en ocasiones, es difícil saber si son hombres o mujeres, en un intento de poner también en entredicho el concepto de género. Pero su subversión no se limita a eso, sino que se extiende a los ropajes que visten esos personajes, a los que vista con trajes de época pero elaborados con esas telas de vivos colores que consideramos típicamente africanos, pero que en realidad son telas decimonónicas elaboradas en Indonesia por los holandeses, y que éstos vendían a mercaderes británicos y éstos, a su vez, a comerciantes africanos.
Así va formulando una serie de reflexiones en torno a las relaciones que se suscitaban entre clases sociales, personas de diferentes continentes, colonizadores unos y colonizados otros, que genera una dialéctica en la que entran en juego conceptos como el de identidad, historia, cultura.
Personajes que también pueden aparecer sin cabeza, un guiño a la Revolución Francesa y a su dama más conocida, la guillotina, lo que introduce una nota fuertemente irónica como en el caso de esas damas o caballeros, brillantemente vestidos, y que se apuntan con pistolas hacia unas cabezas inexistentes. Arnold Lehman, director del Museo de Brooklin ha dicho de este artista: “Es capaz de hacer malabares tan brillantes con tantas ideas y expresarlas e una forma inmensamente atractiva y visualmente extraordinaria.” (Citado por Deborah Sontag, New York Times)
lunes, 5 de octubre de 2009
Walter de Maria (Albany, California, 1935)
“El término minimal art no surgió, en principio, para designar las obras reduccionistas posteriores a Frank Stella, sino que fue acuñado por el filósofo Richard Wollheim en 1965 para describir una clase de obra de arte que, para él, tenían muy bajo ‘contenido artístico’, aquellas en las que las diferentes formas están reducidas a estados mínimos de orden y complejidad, tanto desde un punto de vista morfológico, perceptivo y significativo, como podrían ser, por ejemplo, los ready-made de Marcel Duchamp o las pinturas de Ad Reinhardt” (Javier Maderuelo, Minimal art, en Los últimos 30 años. Panorama del arte contemporáneo 1960-1990, Obra Social y Cultural Cajastur)
El escultor, pero también músico (fue batería de la Velvet Underground y trabajó con el compositor de vanguardia La Monte Young en happenings y espectáculos teatrales, además de componer sus propias obras musicales) es uno de los representantes fundamentales del movimiento artístico que se bautizó como Minimal Art, y de una de sus derivaciones como es el Land Art.
Después de salir de la Universidad de California, empezó a trabajar con esculturas de madera en el año 1961, para, cuatro años más tarde empezar con las piezas en metal, y en 1966 participará en la exposición titulada Prymary Estructures (Estructuras Primarias) que tuvo lugar en el Jewish Museum de Nueva York, y de la que John A. Walker dijo: “Es posible identificar ciertas cualidades comunes en la obra de los escultores norteamericanos que expusieron en el Jewish Museum: a saber, abstracción total, orden, simplicidad, claridad, factura, alto grado de acabado y antiilusionismo o literalidad. Como Stella, los escultores minimal rechazaron la tradición europea de las relaciones jerárquicas internas de las partes –la estética cubista-, debido a que era fundamentalmente antropomórfico” (Citado en el artículo referido más arriba)
Una experiencia concreta en un espacio determinado, es lo que ofrece la escultura minimalista en general y la de Walter de Maria en particular. Eso se ve claramente en su obra de 1968-1969 titulada Lecho de clavos, que expuso en la Dawn Gallery de Nueva York, en la que predomina la geometría y la progresión, ya que cada una de las cinco piezas tiene más elementos puntiagudos que la anterior, genera una percepción que va más allá de la mera forma de la pieza. La forma final genera unas sensaciones que van más allá de la mera contemplación pasiva de la misma.
La relación de Walter de Maria con el Land Art, un movimiento que en líneas generales, busca trasladar la obra de arte fuera de las galerías, los museos y otros espacios, para insertarla directamente en la naturaleza, aunque también en otras ocasiones, se lleva la naturaleza a la sala artística. Eso lo hizo de Maria en 1968, cuando hace La habitación de tierra, que consistió en cubrir tres salas de la Galería Heiner Friedrich de Munich con una capa de tierra de 60 centímetros de profundidad, que sirve para recordarnos que el origen de nuestra especie está indisolublemente unida a la naturaleza, a la tierra que permite nuestra existencia.
Una obra que podemos considerar de dimensiones modestas, si nos fijamos en las obras que de Maria empezará a hacer en grandes espacios naturales, una de las más famosas es el Lightninig Field (Campo de relámpagos), que consiste en 400 postes de acero de 6 metros de altura, colocados en una zona desértica de Nuevo México conocida por la cantidad de rayos que caen durante los periodos de tormentas y que son atraídos por los postes al modo de un pararrayos.
En el mismo año 1977, construye el Vertical Earth Kilometer, en lo que es una concepción monumental de su trabajo en plena naturaleza, obras que luego llegan a las galerías o museos por medio de grabaciones, fotografías o planos. Intervenciones en lugares elegidos cuidadosamente y que dan a la obra de arte un contenido metafísico, algo que está fuera de la escala humana. El artista interviene y modifica el entorno por medio de la acción y el pensamiento.
Obras que invitan a disfrutar del paisaje, a contemplarlas con calma, sin prisas, poniendo al arte al mismo nivel que la vida, porque la vida sin naturaleza no se entiende, y ¿sin arte?
jueves, 1 de octubre de 2009
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