A pesar de hacer apenas tres viajes al viejo continente, uno de ellos al Museo del Prado para admirar a Velásquez, en sus inicios si es perceptible la huella de pintores como Rembrandt y Frans Hals, dos representantes claves del Barroco en los Países Bajos, especialmente en el uso que hace de determinados colores como los marrones, grises o negros. También el influjo del impresionismo de Manet será visible en sus primeras obras, con esas mujeres relajadas, casi lánguidas, tan caras a los pintores franceses del momento. Los contrastes de luces y sombras o la geometría marcada de sus edificios también tienen que ver con el movimiento impresionista.
Pinturas iniciales en las que ya aparece una de las constantes que marcarán la obra de Hopper, como es el tema del desnudo femenino, unas mujeres que irán evolucionando y adquiriendo una mayor carga psicológica con el paso del tiempo. Son mujeres que aparecen en interiores casi metafísicos, en ocasiones ejecutando acciones íntimas sin que tengan la percepción de estar siendo observadas por un espectador al que se le convierte en voyeur involuntario.
Un espectador que observa o espía, según se quiera, a unos personajes alienados, en interiores que ponen un triste escenario a unas vidas sin salida, sin esperanza, sin pasado ni futuro, anclados en un presente eterno teñido de tristeza, de melancolía, de preguntas que flotan en un aire sin embargo limpio, pero que alberga amenazas que no terminan de concretarse en nada, en tensión permanente. Cuando uno de los personajes de Hopper se asoma a una ventana no podemos por menos que temer que acabe arrojándose por ella.
Luces perdidas y frías, ponen un marco de soledad a vidas que se saben estériles, sin sentido, angustiadas en un mundo urbano individualista, de calles como laberintos sin minotauro ni hilo que seguir, ni cielos hacia los que escapar para dejar que las esperanzas se derritan al calor del sol.
Ellos nos ponen cara a cara con nuestra propia soledad, con una sensación desesperada de ser dolorosamente conscientes de nuestra propia derrota en entornos fantasmagóricos, tristes, habitados por congéneres huidizos, desengañados, descreídos, sin un sitio al que ir y, lo que es peor, sin un sitio al que volver, porque Hopper nos legó unos seres sin horizontes, unidos, aún a su pesar, a un tedio infinito, y refugiados de soledades propias y ajenas, con una impotencia ante una vida que no tiene nada que ver con la luminosidad que a veces se cuela por sus ventanas.