Un libro que en el que se recopilan 18 historias breves escritas por Woody Allen bajo el denominador común de un humor absolutamente vitriólico, que sirve para poner de manifiesto los aspectos más surrealistas de la realidad que nos rodea. De hecho, algunas de las historias parten de noticias reales publicadas en la prensa, sobre las que el autor aplica su lupa implacable para sacar historias parodiadas hasta lo imposible, pero en las que reconocemos un indudable fondo de realidad.
Las excentricidades culinarias, las nuevas filosofías vitales en plena moda New Age, los contratistas de obra, los guionistas que se ven obligados a vender su pluma al mejor postor, las historias del mejor cine negro, las subastas en Internet, y muchos otros, son los aspectos sobre los que Allen vuelca toda su capacidad para la ironía, el humor corrosivo, incluso macabro, que caracteriza a muchos de los mejores guiones cinematográficos de este neoyorquino universal, más apreciado en Europa que en su propio país.
Con este libro Allen vuelve al género del relato después de 25 años de ausencia, para volver a hacernos reír con unas historias que entran de lleno en el terreno de la burla ácida, algunas de las cuales ya habían sido publicadas anteriormente en el New Yorker. En España lo ha editado Tusquets Editores, dentro de su Colección Andanzas y salió a la venta en septiembre de este mismo año.
Qué paladar tienes, muñeca
Como detective privado, estoy dispuesto a recibir un balazo por mis clientes, pero eso tiene un precio: quinientos de los grandes la hora más gastos, que suelen equivaler a todo el Johnnie Walter que pueda echarme entre pecho y espalda. Aun así, cuando una monada como April Sensualle se presenta en mi despacho armada de sus feromonas y solicita mis servicios, el trabajo puede convertirse en pro bono por arte de magia.
- Necesito su ayuda –ronroneó, y mientras cruzaba las piernas en el sofá, sus medias negras de seda dejaron claro que aquello era una guerra sin cuartel.
- Soy todo oídos –dije, convencido de que la ironía sexual implícita en la inflexión de mi voz no pasaría inadvertida.
- Necesito que vaya usted a Sotheby’s y puje por algo en mi nombre. Como es lógico, yo corro con los gastos. Pero es importante para mí permanecer en el anonimato.
Por vez primera vi más allá de su pelo rubio, de sus labios como almohadas y de los dirigibles idénticos que tensaban la blusa de seda hasta el límite de su resistencia: la chica estaba asustada.
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- Así es, muñeca. Tú mataste a Harold Vanescu, el gourmet internacional. No hace falta ser una lumbrera para sumar dos y dos.
Se precipitó hacia la puerta, pero le corté el paso.
- Está bien –dijo con resignación– Supongo que se acabó lo que se daba. Sí, yo maté a Vanescu. Nos conocimos en París. Yo había pedido caviar en un restaurante y me había cortado la punta de una tostada. Él acudió en mi auxilio. Me impresionó su soberbio desdén por las huevas rojas. Al principio, todo fue maravilloso. Me colmó de regales: espárragos blancos de Cartier, un frasco de vinagre balsámico del que, como él sabía, siempre me ponía unas gotas detrás de las orejas cuando salíamos… Fuimos Vanescu y yo quienes robamos la trufa de Mandalay del Museo Británico colgándonos cabeza abajo y cortando el cristal de la vitrina con un diamante. Yo quería hacer una tortilla de trufa, pero Vanescu tenía otros planes. Él quería venderla en el mercado de objetos robados y destinar el dinero a comprar una villa en Capri. Al principio, nada le parecía demasiado bueno para mí; después advertí que las porciones de beluga en nuestras tostaditas eran cada vez más pequeñas. Le pregunté si tenía problemas en la Bolsa, pero él se echó a reír ante la sola idea. Pronto me di cuenta de que, en secreto, había pasado del Beluga al Sevruga, y desde que lo acusé de poner Ossetra en un blini, se volvió irascible y poco comunicativo. Se había convertido en un hombre frugal, e incluso se preocupaba por los gastos. Una noche llegué a casa antes de lo previsto y lo sorprendí preparando entremeses con caviar de pez pulmonado. Nos enzarzamos en una violenta pelea. Le pedí el divorcio, y discutimos sobre la custodia de la trufa. En un arrebato de ira, la cogí de la repisa de la chimenea y lo golpeé con ella. Al caer, se dio de cabeza justo contra un caramelito de menta. Para esconder el arma del crimen, abrí la ventana y la lancé a la caja de un camión que pasaba. He estado buscándola desde entonces. Una vez libre de Vanescu, creí sinceramente que por fin podría zampármela. Ahora podemos buscarla y compartirla… usted y yo.
Recuerdo su cuerpo contra el mío y un beso que me hizo salir vapor por las orejas. También recuerdo la expresión de su cara cuando la entregué a la policía de Nueva York. Dejé escapar un suspiro mientras contemplaba su equipamiento de primera cuando la pasma la esposó y se la llevó. A continuación me acerqué al Carnegie Deli para tomarme un bocadillo de pastrami con pan de centeno, acompañado de pepinillos y mostaza: esa materia de la que están hechos los sueños.