Voy a empezar reconociendo que voy a escribir este artículo desde el más profundo de los desconciertos, así que ahora mismo no tengo ni la más remota idea de en que va a derivar el texto.
Y digo esto, no por hacerme el interesante, sino porque después de salir del cine de ver la última película de Allen, director con el que he disfrutado mucho y espero seguir haciéndolo, me puse a leer lo que habían escrito algunos críticos de cine de este país acerca de la película.
Ahí empezó mi zozobra. Para la crítica, de forma más o menos unánime, nos encontramos ante una obra que merece codearse con lo mejor de la filmografía de Allen, una historia tremendamente divertida y de aspectos ácidos en concordancia con el que se identifica como sentido del humor alleniano.
Sapos y culebras. Si eso es así ¿yo qué película acabo de ver? ¿seguro que es la misma de la que hablan y escriben estos críticos y críticas? Uno ya lo duda, porque sin pensar que es lo peor que ha perpetrado el cineasta neoyorquino, si me parece a mí que se trata de una obra menor, ligeramente mejor que alguna de las últimas, pero sin que en ningún caso roce ni de lejos lo mejor de su ingenio.
Una película en la que un guionista de Hollywood con ínfulas de novelista viaja a París con su prometida y sus suegros, intentando soportar la presión a la que le somete su familia política para que gane dinero con el cine y deje de lado el sueño de convertirse en novelista.
A partir de ahí el aspirante a novelista, de la mano de un coche de época, se adentrará en el París de los años 20 para relacionarse con Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Buñuel, Dalí, Picasso, Gertrude Stein, entre otros, en lo que se convierte, y en eso si coincido con las críticas cinéfilas, en una suerte de crítica hacia esos turistas americanos que viajan a París y que piensan que se van a encontrar a todos esos personajes deambulando por los bulevares.
Así las cosas, en medio de algún golpe humorístico más de ligera sonrisa que de otra cosa, se lanza un canto amortiguado acerca de la inutilidad de la nostalgia, hacia ese pensamiento que nos hace afirmar, con una ligereza a veces molesta, que cualquier tiempo pasado fue mejor, cuando la realidad es que cualquier tiempo pasado no es más que pasado y lo único positivo que puede tener es que éramos más jóvenes, que es lo que en realidad echamos de menos.
París y sus calles y su lluvia y sus idealizadas mujeres, terminan por convertirse en unos protagonistas relevantes, en el escenario en el que parece que cualquier cosa es posible, lo mismo que comprar una buhardilla en la capital francesa puede convertirse en un paraíso solución a todos nuestros problemas. Una ciudad para pasear de la mano de una hermosa mujer, dejando que la lluvia una los sueños al amparo de las luces inciertas de unas farolas decimonónicas.
Una película que no aburre pero que tampoco entusiasma, mientras, sigo sumido en el desconcierto.