Disparó y la cabeza rebotó y vio cómo los ojos se nutrían por última vez de un sorbo de luz y cómo luego se iban tiñendo de sombras –sombras en las que pudo ver su propio reflejo con el brazo aún extendido- y cómo finalmente se apagaban igual que una estrella lejana que parpadea con inusitada fuerza antes de extinguirse para siempre concentrando en ese último brillo todo lo que un día fue: su esplendor, su mérito, su excelencia: la asombrosa y asombrada evidencia de haber sentido, de haber gozado, de haber reído: de haber sido.
Colgó. Se sentó. Saboreó su café. Se quemó la lengua. Maldijo sin palabras. La niña lo miró, rió como un gnomo y se abandonó entre sus brazos. Manila sintió que aquella carne era sólo un atajo para continuar vivo. Las lágrimas le atenazaron la garganta y, enterrando la cara en el pelo de su pequeña, lloró todas las cosas que la noche previa no se habían atrevido a nacer.
Al contemplar la desnudez de su mujer, Manila sintió el temor a que ella lo abandonara en el cielo de la boca, como el garfio de un carnicero. Le sucedía siempre. Bastaba que pensase en su vientre, que cinco años después conservaba todavía una leve cicatriz de la cesárea, para que comprendiera que un día ella podría dejar de amarlo, escapar de su lado buscar el consuelo de otras manos. Y ese pensamiento resultaba infinitamente más doloroso que la propia muerte. Imaginar esa cicatriz en los ojos de otro hombre, o recluida en el espejo donde un extraño se afeitaba, se le antojaba la auténtica experiencia del infierno.
Aquel día en que todo empezó a cobrar forma, el mismo en que decidieron hacer del terror una disciplina, deambularon de un lado para otro malgastando tiempo y energía, aplazando el momento de regresar a sus hogares donde nada faltaba y donde, sin embargo, como ellos mismos insinuarían más tarde en el primero de sus vídeos, todo era contingente: teléfonos inalámbricos, tabaqueras de cedro, reproducciones de Chagall: bisutería del alma y del cuerpo.
Asumiendo lo profundo de semejante paradoja, Humberto pensó que no importaba de qué te hicieras socio y mucho menos cuánto costase. Uno se hacía socio de Universo Temático para olvidar que no pertenecer a Universo Temático era un problema. Carecer de dinero para pagar la cuota de Universo Temático no era el obstáculo: el obstáculo era no pertenecer a ninguna sociedad privada, a ningún club de élite, a ninguna logia conspirativa. (En realidad, se dijo a sí mismo, no existían personas que desearan la libertad. Las personas adquirían compromisos con toda la rapidez posible. Era una forma, acaso la única, de garantizar la inmortalidad)
Y en su sonrisa de dentífrico, en su blanca inocencia de virgen que asomaba al regazo de la vida con el esplendor de una afrodita de la era del nailon, fue como si Valdivia ya pudiera adivinar el implacable rostro de la gran bestia mostrando su cadavérico señuelo, la voz de la sangre y la tiniebla, el perro carnicero que, huesos adentro, a todos habitaba y consumía.
Al principio fue un ruido sordo, amortiguado, no muy distinto al que alguien que comienza a despertar escucharía al paso de un camión de gran tonelaje; luego, durante un instante sobrecogedor, pues el oído comprendió que no era tanto una cesación del ruido como el anticipo de su expansión lo que estaba escuchando, transcurrió una pausa, un hiato que enmascaraba una especie de succión, como si el tiempo, suspenso en torno a un momentáneo agujero negro, hubiera dejado de latir; y de pronto llegó el fragor, un sonido difícil de describir, mestizo, heteróclito, bastardo, un sonido que no provenía de nada natural, fuera tierra, mar o viento, sino que era la expresión misma del ruido bruto, la quintaesencia del ruido en tanto que sinónimo de la devastación.
Tras descender la loma, contempló rostros fatigados por la falta de sueño y el impacto del miedo. Parecía gente regresada de una fiesta, atrozmente cansada y con la mente en blanco. Saludó aquí y allá, un poco despótico, como si todo aquel dolor le fuera ajeno, levantando la barbilla como un príncipe entre sus súbditos. Algunos fumaban; otros escupían y masticaban fruta; unos pocos miraban a lo lejos. Las mujeres se habían reunido en grupos y con la puntera de sus zapatillas hacían agujeros en el suelo, como cuando se aguarda por un coche fúnebre. Unos días antes, en la cola del supermercado o en la ventanilla del banco, se mostraban altivos, cómplices, dueños de su orgullo. Hoy sólo tenían miedo. Pero era difícil saber cuál de ellos era el simulacro y cuál era el real.
Manila se vio como un sheriff abriendo la puerta de un automóvil, dando un salto hacia el futuro para salvar su cinematográfico pellejo. Tintineó la espuela de su cabalgadura por ensalmo reconvertida en llave metálica. Acalló el alboroto de los relinchos, envenenó los sabrosos pastos, masacró la cabaña equina de Nevada a cambio de un árbol de levas. Canjeó sus muebles de caoba, el ocre de sus ranchos y la furia de sus reses por avenidas alquitranadas y horizontes de macadán. Dio esquinazo a los cazarrecompensas, sus voces roncas de tanto aullar un perruno gripo de espanto y guerra que venía a rebotar contra la seriedad del frigorífico, la gravedad del extractor de humos, el hermetismo del lavavajillas en que su huída se contenía, pluralmente resuelta. Y a través del retrovisor, no sin sincera añoraza, descubrió a las prostitutas que no habían recibido salario alguno por sus cuerpos gozados; algo avejentadas, como ubres secas, de pie soñando junto a la placa de vitrocerámica, últimas presencias de una senda que abandonaba.
-Vera -dijo.
Y Vera calló como si jamás hubiese existido su voz, el contexto en que se hallaban, la lengua dentro de la garganta de su padre; calló como si Valdivia no fuese un pedazo de vida, una fracción de folclore, un empeño verbalizador; calló como si Valdivia representase un episodio imposible de interpretar, un guarismo equívoco, un estado del alma indigno de contemplarse, una palabra nunca caligrafiada, nunca pronunciada, jamás forjada por intelecto alguno.
-Vera –repitio una, diez, quinientas veces mientras desandaba las estancias de su pánico y regresaba al coche.
Y la palabra palpitó en la tráquea, resbaló de sus labios, se acomodó sobre el pecho, circunvaló el volante, acarició el diámetro de cuero, se congeló de frío en el frío térmico del parabrisas, en el frío secuencial de su brevedad, en el frío tamaño de su elocuencia.
Y fue como si a un hombre le hubiesen arrebatado la esperanza.
Cualquier esperanza.
A sus pies, del velero que, para solaz de los turistas, recorría varias veces al día el trayecto entre el islote de Cutis y las playas artificiales, ganadas con piquetas, grúas y dragas a aquella lengua de roca viva, descendía una mujer. Valdivia la vio bajar pausada y morosa, rotunda a medida que apuraba los metros de escala: rojizo el cabello, crema el holgado vestido, sandalias de color limón. De pronto deseó fumar el viento, desaparecer por un instante, abarcar el mundo desde un satélite espacial. Le hubiera gustado congelarla allí: en la distancia, perfecta y unívoca que la armonía terrestre parecía exigir, en el terco pinchazo facial, en el ladrido de un perro a la caza de un pájaro misterioso.
Avanzó sensual en su pereza, en el dibujo de los muslos contra el viento. Cuántas cosas cabían en aquella mujer, pensó Valdivia. Cuántos grabados y músicas no agotarían uno solo de sus gestos. Y cómo sonreía con ternura al hombre que la aguardaba, cómo llevaba la pena, una pena que era puntual memoria de los dos, en el generoso tamaño de su boca, como un caramelo intacto.
La mujer se acercó al hombre que la esperaba y se detuvo. Valdivia la miró con emoción. La duración del viaje brillaba en el salitre de sus cabellos. Llegaba sumergida en el viento. Era una novia, una esposa, una maga escapando a través de un jirón de brisa.
El trigémino de Valdivia ardía cuando los amantes se besaron, cuando el mar se frotó contra los muslos y las lenguas se mencionaron su nostalgia.