Blanco roto versus color, es el título de la exposición que hasta el próximo 6 de octubre está abierta en la ovetense Galería Vértice. Se trata de una muestra de la última obra del artista Benjamín Menéndez (Avilés, 1963), en la que se dan la mano la fragilidad y la memoria, cuestión esta última que es recurrente en la obra de este artista multidiscipinar que lo mismo toca la pintura, que la escultura que las instalaciones, y que es autor de la obra titulada Avilés, que ya se ha convertido en el símbolo de la ciudad de la que toma el nombre, y que está formada por tres conos de acero corten, que se recortan y proyectan hacia el cielo de la ciudad, estableciendo un puente entre la tierra en la que se asientan y el horizonte hacia el que se quiere proyectar la nueva zona que se está diseñando en la zona de la ría avilesina, que de espacio degradado está virando hacia un espacio para la ciudadanía y la cultura.
Al entrar en la exposición nos encontramos con una serie de tres piezas de porcelana sobre distintos soportes que se nos muestran frágiles, y en constante evolución, ya que se van craquelando con el paso del tiempo, de tal forma que se convierten en seres vivos de blanco inmaculado y cuya observación nos lleva a territorios situados en un terreno más sensorial que real, o a visitar paisajes de la memoria, de esos que habitan en los más interno del ser humano.
Un ser humano frágil por definición, como es inevitable percatarse con enorme claridad cuando se llega a la instalación de gran tamaño formada por una superficie del mismo material, suspendida en el aire en un juego de engaña a nuestros sentidos, ya que el material pesado se vuelve ante nuestros ojos, ingrávido, además de imponernos su presencia con una fuerza enorme. De nuevo, la gran superficie blanca aparece agrietada, como aquellos suelos afectados por la sequía y que se rompen en formas caprichosas.
Todo eso se rompe cuando se entra en la sala en la que cuelgan algunas de sus últimas pinturas, todas ellas de los años 2007 y 2008, en las que el color es el elemento preponderante. “En estos cuadros hay una búsqueda de memorias del color, de lugares sitios, recuerdos, que están en mis experiencias vitales, y que surgen en el color y en la geometría, y en el cuadrado sobre todo, que es un elemento básico”, me decía el propio artista mientras que mostraba la exposición.
Obras con las que siente que está abriendo las puertas a una nueva etapa creativa, lejos de las sedas que venía utilizando hasta ahora, y que aunque todavía no sabe con certeza hacia dónde le conducirá, si tiene claro que va a explorar al máximo. Lo seguro es que el color va a ser el elemento fundamental para dar vida a unos cuadros, que nos sugieren más que nos muestran, ante los que es imposible permanecer indiferente, y que, al igual que la sucede a Benjamín Menéndez, nos abren puertas sugerentes, nos interpelan y nos ponen ante un mundo que yo siento como telúrico, como enraizado en ese territorio que sólo nos pertenece a cada uno de nosotros, y que es el que forman los recuerdos y la memoria.
Vienen a la cabeza imágenes de tejidos exóticos, esos que dan identidad cultural a los pueblos de otras latitudes, y que a pesar de ser pobres en lo material, componen sus vestidos con una riqueza cromática que los convierte en auténticas obras de arte. Y algo de eso hay en esta exposición. Junto a eso, todavía es posible vislumbrar una pervivencia de los colores que tienen que ver con los paisajes industriales que tapizaron la mirada infantil y juvenil del artista, en un Avilés marcado a fuego por la industria siderúrgica (primero llamada Ensidesa y ahora Arcelor), y que va dejando tras de sí una serie de ruinas industriales que le han servido a Benjamín de poderoso elemento de inspiración.
La parte final de la exposición está en el pequeño jardín de la galería, en el que el artista ha intervenido con la colocación sobre el césped de tres círculos, de nuevo utilizando la barbotina, de tamaño decreciente desde la entrada al jardín, que van siendo poco a poco integrados en la naturaleza circundante según las semillas de césped van germinando y mimetizando las piezas con el entorno en el que indefectiblemente desaparecerán ante nuestra vista. De nuevo nos pone cara a cara con nuestra fragilidad, y con la capacidad que tiene la naturaleza para fagocitar todo aquello que queda sin vida, no importa cuál sea su naturaleza: un cuerpo humano o una ciudad entera.