Un drama sobre ausencias. Precipitada definición que se me ocurre nada más terminar de ver esta ópera prima del escritor y guionista francés, Philippe Claudel. Y se me ocurre esta definición porque todos los personajes que aparecen en la película están ausentes bien de sí mismos, bien de lo que les rodea, y cada uno por una razón diferente.
Lo que nos cuenta Claudel es el drama de un doble reencuentro, el de Juliette (una más que espléndida Kristin Scott Thomas) con la vida cotidiana después de pasarse 15 años en la cárcel, y el de ésta con su hermana Léa (Elsa Zylberstein) a quien no ha visto en los últimos 15 años. Ese reencuentro, hecho en muchos momentos de silencios, provocará un cambio profundo en la vida de las dos, y en la de los que las rodean.
El director consigue que las casi dos horas de metraje no se nos hagan eternas, con un manejo magnifico de las dosis de información que le van llegando a un espectador que está todo el tiempo intentando adivinar el por qué de la estancia de Juliette en la cárcel, y que sufre con cada uno de sus silencios, con cada una de sus miradas perdidas, con la ausencia que emana de cada uno de sus gestos, todos milimetrados, concretos, reducidos a la mínima expresión pero por ello tremendamente expresivos.
Y es que los regresos no siempre son fáciles, y mucho menos recuperar eso que nos hace humanos, cuando el peso de la memoria se vuelve insufrible y una cárcel mucho más terrible que la que forman los muros y las rejas. Sólo un amigo de su hermana logrará adivinar, sin necesidad de palabras, el suplicio mudo en el que Juliette ha optado por recogerse.
Por la historia pasan un abuelo que no puede comunicarse con la palabra después de sufrir un derrame cerebral y que se pasa el día leyendo (los libros son otro protagonista fundamental) y sonriendo; una pareja de exiliados iraquíes; una madre afectada por el Alzheimer; dos niñas vietnamitas adoptadas; un capitán de policía que sueña con conocer el Orinoco…
Cada uno de ellos irá poniendo su granito de arena para que Juliette vaya recuperando su cuerpo, su vida, y consiga, por fin, romper la muralla autoimpuesta para romper los diques y lograr superar la última barrera que le impedía recuperar al menos un simulacro de normalidad. Y de eso trata la película, de la capacidad que tienen las mujeres para recuperarse, para renacer de sus cenizas “de apoyarnos y aguantar la vida miserable de los hombres. Tengo la impresión de que los hombres se rinden muy deprisa, pero no las mujeres”, tal y como afirma el propio director.
“Pero, por sobre todas las cosas, lo que emerge del film es una emotiva historia de encuentros tras el horror, el recordatorio de la necesidad de abrirse al otro porque, cuántos años hace que lo dejó escrito John Donne, el hombre no es una isla. Véanla sin prisas y con la mirada límpida: es una de esas películas que nos hacen sentir mejores cuando salimos del cine” (Mirito Torreiro)