“La revolución no es una diosa
sino una mujerzuela, nunca ha sido pura, ni virtuosa, ni perfecta. Así que
huimos y encontramos otro amor, otra causa, pero sólo son asuntos mezquinos,
lujuria pero no amor, pasión pero sin compasión, y sin un amor, sin una causa,
no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe, nos marchamos porque nos
desengañamos. Volvemos porque nos sentimos perdidos. Morimos porque es
inevitable.”
Abro este artículo con este
fragmento de uno de los fantásticos diálogos que jalonan este clásico del
western colocado por derecho propio entre los mejores de la historia del cine.
Lo firma el director Richard Brooks, autor de otras cintas memorables como son
La gata sobre el tejado de zinc (1958) y Dulce pájaro de juventud (1962), entre
otras.
En este caso reúne a cuatro
mercenarios contratados por un magnate
estadounidense para que crucen la frontera mejicana y regresen con su
esposa, presuntamente secuestrada por un bandolero que responde al nombre de
jesús Raza, y la que da vida Jack Palance. Lee Marvin, Burt Lancaster, Robert
Ryan, Woody Strode y Claudia Cardinale, son el resto del elenco de actores de
primera línea que coinciden en esta película.
Con esos mimbres actorales, la
música de Maurice Jarre, un excelente guión basado en la novela A Mule for the
Marquesa de Frank O’Rouke, Brooks firma un western crepuscular sobre unos
paisajes desolados, desérticos, de sol abrasador por los que se mueven los
últimos representantes de una raza de hombres acostumbrados a vivir a salto de
mata, a un lado y otro de la frontera, unas veces del lado de los buenos (otra
cosa será saber quiénes son los buenos) y otra de su propio lado, moviéndose en
esos márgenes frágiles.
Seres de un mundo ya en franca
retirada ante el empuje de una civilización basada en el automóvil y el
petróleo, en el que algunos tienen el dinero suficiente para que sean otros los
que se ocupan de sus asuntos sucios. Cobardes plagados de dólares incapaces de
retener a una mujer capaz de convertir a algunos niños en hombres y algunos
hombres en niños, tal y como dice unos de los personajes cuando se preguntan
sobre el por qué de una recompensa tan alta por jugarse la vida por una mujer.
Una esposa encarnada en la piel
de una bellísima Claudia Cardinale, esta vez en un papel de menor relevancia
del que tendrá un par de años después de otro western absolutamente
imprescindible como es Hasta que llegó su hora, pero su presencia se deja sentir plagada de sensualidad.
Personajes todos ellos embarcados
en un viaje geográfico pero también psicológico, hacia su propio interior,
analizando sus propias motivaciones para participar en una aventura que se
presume extremadamente peligrosa. Reflexiones que nos hablan de la amistad, de
los ideales, de la necesidad de mantener la palabra dada más allá del peligro,
del amor, de la vida en definitiva. Un viaje de ida y de vuelta con un
desenlace a la altura del peculiar sentido del honor que todos ellos comparten
de manera tácita.
Y hay desesperanza, pesimismo, o
tal vez sería mejor decir que un profundo conocimiento de la realidad de las
cosas, de la miseria que se esconde detrás de palabras que suenan muy bellas, y
una manera de asumir de una forma muy clara lo que uno es y cuando el hombre
rico le diga a Fardan (Lee Marvin), “usted es un bastardo”, la respuesta lógica
no podía ser otra que: “Sí señor. Pero en mi caso es un accidente de
nacimiento. En cambio usted… usted se ha hecho a sí mismo”.