jueves, 21 de junio de 2007

La delgada línea roja (The thin red line, Terrence Malick, 1998) (y III)

Un poema visual de casi tres horas de duración. Esa es la única forma que encuentro para recoger todo el cúmulo de sensaciones que me transmitió el visionado de esta auténtica obra maestra, quién sabe si la obra definitiva por lo que al cine bélico se refiere, plagada de metáforas, de preguntas que van directas a la línea de flotación, con un elenco de actores que cumplen la difícil misión que les encomienda el director incluso mucho más allá del mero cumplimiento del deber, con una banda sonora sutil, que casi se nos esconde pero que pone en todo momento el acento adecuado; y con una fotografía que convierte al paisaje en un protagonista vivo, en ocasiones, más vivo que los personajes de carne y hueso, para terminar de redondear una obra a la que no le sobra ni un solo segundo de su largo metraje.

El director utiliza una de las batallas más sangrientas de la guerra en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, como fue la conquista de Guadalcanal, para trazar una película que entra de lleno en los campos de la poesía, la filosofía existencial, e incluso en la metafísica. Para ello utiliza un reparto coral con el individuo como absoluto protagonista, un individuo múltiple que comparte el mismo rostro ("Todos los rostros son el mismo hombre. Un único ser") enfrentado a una situación límite en la que afloran todos los miedos, angustias, dudas y lo absurdo de verse obligados a enfrentarse con el duro rostro de la muerte.

Una situación a la que cada uno intentará sobrevivir agarrándose a sus creencias religiosas, al amor por una mujer, o al cinismo. Todas ellas armas para poner a salvo la fragilidad del mundo interior de cada uno y no perder la condición humana, no perder de vista la belleza, esa vida que la propia naturaleza pone a prueba todos los días en un eterno ir y venir entre la muerte y el renacer ("¿Qué significa esta guerra en el corazón de la naturaleza? ¿Por qué la naturaleza compite consigo misma? ¿Hay alguna fuerza vengadora en la naturaleza?")

Paraíso, infierno, luz y oscuridad

El paraíso y el infierno se dan la mano en esta guerra, en cualquier guerra, con el aire roto por el vuelo de los obuses y las criaturas inocentes (uno de los momentos de mayor impacto es la imagen del ave con su cuerpo roto por la metralla o el soldado que en medio de la lluvia de balas se para a acariciar una hoja) sufren las consecuencias del delirio de unos humanos empeñados el olvidarse de la bondad primigenia con la que fueron dotados para que vivieran en paz con sus semejantes.

Película luminosa y oscura al mismo tiempo, de luces tamizadas por una vegetación exuberante en la que se mueven pájaros de alegres colores, que luego se transmuta en oscuridad por la propia densidad del follaje y por la niebla, en medio de la cual se desarrolla uno de los combates decisivos de la película, y que le sirve al director para difuminar totalmente las fronteras de la barbarie, porque aquí no hay ni buenos ni malos, sólo seres humanos sin esperanza, "encerrados en una tumba de la que no pueden salir, interpretando un papel que no han elegido", mientras algunos juegan con sus vidas para conseguir alimentar su ego, tener una medalla llena de sangre ajena más que llevarse al pecho, mientras siguen de lejos el espectáculo de unos cuerpos ultrajados, vejados, mutilados, violados de la peor de las maneras.


Parejas de opuestos

En la película hay dos parejas de opuestos muy interesantes. Por un lado estaría la que forman el soldado Witt (Jim Caviezel) y el sargento Edward Welsh (Sean Penn), y, por el otro, estarían el coronel Gordon Tall (Nick Nolte) y el capitán Staros (Elias Koteas).

Witt y Welsh son dos personas muy diferentes entre sí y, al mismo tiempo complementarios. Witt tiene una comprensión profunda de la violencia que subyace en la naturaleza y también de la muerte. Su estancia con una tribu melanesia, le sirve para meditar acerca de todo ello, de trascender a esa dimensión que se nos abre cuando las preguntas esenciales golpean nuestro cerebro. Desde la playa recuerda, desde lo primigenio llega a la fuente de todo lo vivo.


Cuando vuelve a su mundo cuenta lo que ha visto al sargento Welsh, una persona acostumbrada a pensar como individuo, no como parte de una colectividad, y para el que la única salvación posible en este mundo (y para él no hay otro) es la que cada uno se busque. La vida como sufrimiento solitario en la que no cabe el sentido colectivo de Witt, un creyente en la idea de que existe algo común para todos los hombres que borra las diferencias aparentes y los transforma en un único ser universal. Witt quiere que su muerte tenga sentido y afrontarla con la serenidad suficiente para alcanzar la trascendencia, la inmortalidad en última instancia.


Welsh no piensa en la gloria, ni en lo universal, es un individuo sin fe, que sabe de la falsedad que se oculta detrás de una guerra, en un mundo que es una gran mentira y en la que sólo cabe el brillo efímero de lo individual. Su caparazón se resquebraja por un momento y una lágrima furtiva se escapará de sus ojos cuando su soledad se haga patente con una dureza capaz de hacer una grieta en sus muros de contención.


El coronel Tall, a pesar de tener conciencia de su indignidad, no duda en arriesgar las vidas de cuantos hombres sean necesarios con tal de conseguir el éxito, esa victoria que le ponga bajo los ojos de sus superiores, que justifique su presencia en esa guerra. Para ello, en una escalada enloquecida, no duda en manipular a sus hombres, a jugar con sus egos, a mentir si es necesario, en un desprecio absoluto por el sufrimiento ajeno. Hay que conseguir el fin propuesto sin que los medios importen.

Su opuesto es el capitán Staros, un hombre que reza, que pide ayuda a la divinidad antes de afrontar el combate, que no quiere defraudar a sus soldados y evitar muertes absurdas. Su conciencia humanista late debajo de una guerrera de camuflaje, bajo la que se siente como un padre que tiene que proteger a sus hijos aún a sabiendas de que no siempre va a poder ser así. Por eso siente una tristeza de esas que se pegan al alma para no irse jamás cuando Tall lo envíe a casa por discutir sus órdenes suicidas.

Las colinas azules

La primera imagen de la película es un cocodrilo hundiéndose en las aguas, metáfora de lo primitivo, de lo instintivo, de ese cerebro reptiliano que llevamos con nosotros y que nos conecta con las fuerzas más ancestrales de la naturaleza, fuerzas también capaces de hacer que la vida brote por medio de esa planta que nace en medio de la playa que marca el final de la película y que nos deja un rayo de esperanza en medio del desastre. Al fin y al cabo, el amor es imperecedero y ninguna guerra podrá acabar con él, convertido en el asidero que nos queda, la esperanza que todos buscamos, el camino que nos conducirá a las colinas azules.

2 comentarios:

Alfredo dijo...

gran cinta...una gran pelicula belica
saludos

Alfredo dijo...

Una película para ver una y otra vez. Una de las más grandes del género bélico sin ningún género de dudas.

Saludos!