De nuevo Cajastur ofrece un ciclo de cine en sus salas de Oviedo, Gijón, Mieres y Langreo. En este caso, el ciclo se titula “La aventura” y agrupa a un total de 8 películas repartidas entre los meses de marzo y abril. Un ciclo de ocho películas de aventuras clásicas que nos da la oportunidad de ver en pantalla grande y en versión original, títulos como Sólo los ángeles tienen alas (Only angels have wings, Howard Hawks, 1939), Dersu Urzala (Akira Kurosawa, 1975), El expreso de Shangai (Shangai Express, Josef von Sternberg, 1932) o la que cierra el ciclo que no es otra que Quiero la cabeza de Alfredo García (Bring me the head of Alfredo García, Sam Peckinpah, 1974).
Ayer martes se proyectó Los dientes del diablo, una coproducción entre Francia, Italia y Gran Bretaña, ambientada en los ambientes polares en los que habitan los inuit (nombre que se dan a sí mismos los habitantes de aquellas latitudes, y que significa “los hombres”) o esquimales (nombre despectivo que aplicamos los blancos y que significa “los que comen carne cruda”).
La combinación que el director, Nicholas Ray, hace del rodaje en estudio y de las imágenes de auténticos paisajes polares, logran convertir a esos desiertos blancos en los auténticos protagonistas de la película, ya son ellos y las condiciones climatológicas que los permiten, los que marcan las leyes de la supervivencia, las creencias y los modos de vida en unos ambientes en los que sobrevivir es una aventura de incierto final.
Inuk (interpretado magistralmente por Anthony Quinn) y su familia, viven felices (representación un tanto idealizada del buen salvaje) hasta que entran en contacto con el hombre blanco y su arrogancia de creerse superiores a todo, incluso a la propia naturaleza a la que no se esfuerzan por entender, y a todos los que no son como ellos. Son dos mundos que viven en la misma época pero en universos alejados entre sí por años luz, con necesidades, mentalidades y formas de concebir la realidad absolutamente dispares.
Inuk representa una mentalidad sencilla, capaz de comprender y de adaptarse a la naturaleza, respetuosa con sus criaturas (a cuyos espíritus se les pide perdón cuando se mata a uno de ellos) y que sólo tiene lo que necesita, mientras que el hombre blanco es depredador, violento, que piensa que sus creencias religiosas o sus leyes son universalmente válidas y que por eso las intenta imponer en todos lados sin importar con qué métodos.
Al final los dos mundos vuelven a su sitio, pero los espectadores no podemos dejar de tener la sensación de que una vez producido el primer contacto ya nada volverá a ser como antes, y que el hombre blanco, seguirá depredando todo aquello que se ponga por delante.
Ayer martes se proyectó Los dientes del diablo, una coproducción entre Francia, Italia y Gran Bretaña, ambientada en los ambientes polares en los que habitan los inuit (nombre que se dan a sí mismos los habitantes de aquellas latitudes, y que significa “los hombres”) o esquimales (nombre despectivo que aplicamos los blancos y que significa “los que comen carne cruda”).
La combinación que el director, Nicholas Ray, hace del rodaje en estudio y de las imágenes de auténticos paisajes polares, logran convertir a esos desiertos blancos en los auténticos protagonistas de la película, ya son ellos y las condiciones climatológicas que los permiten, los que marcan las leyes de la supervivencia, las creencias y los modos de vida en unos ambientes en los que sobrevivir es una aventura de incierto final.
Inuk (interpretado magistralmente por Anthony Quinn) y su familia, viven felices (representación un tanto idealizada del buen salvaje) hasta que entran en contacto con el hombre blanco y su arrogancia de creerse superiores a todo, incluso a la propia naturaleza a la que no se esfuerzan por entender, y a todos los que no son como ellos. Son dos mundos que viven en la misma época pero en universos alejados entre sí por años luz, con necesidades, mentalidades y formas de concebir la realidad absolutamente dispares.
Inuk representa una mentalidad sencilla, capaz de comprender y de adaptarse a la naturaleza, respetuosa con sus criaturas (a cuyos espíritus se les pide perdón cuando se mata a uno de ellos) y que sólo tiene lo que necesita, mientras que el hombre blanco es depredador, violento, que piensa que sus creencias religiosas o sus leyes son universalmente válidas y que por eso las intenta imponer en todos lados sin importar con qué métodos.
Al final los dos mundos vuelven a su sitio, pero los espectadores no podemos dejar de tener la sensación de que una vez producido el primer contacto ya nada volverá a ser como antes, y que el hombre blanco, seguirá depredando todo aquello que se ponga por delante.
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