lunes, 10 de noviembre de 2014

Line of duty: Quien no guarda un secreto no es de fiar



“Algunas personas mienten siempre, algunas personas siempre dicen la verdad. La mayoría elegimos el momento”.



Frase más o menos literal que pronuncia uno de los personajes principales de esta serie británica, con dos temporadas ya emitidas y pendiente de otras dos. Cada temporada cuenta con seis episodios de una hora de duración, que sigue las andanzas de un grupo de investigación de la unidad de anticorrupción de la policía británica, encargada de investigar a sus propios compañeros cuando éstos se convierten en corruptos.




Un primer párrafo para situar levemente al lector que no haya visto ninguna de las temporadas de la serie, pero que para aquellos que ya la hayan visionado sin duda les tiene que sonar muy escaso. Y es que las dos temporadas están llenas de recovecos, de zonas oscuras, de lugares en los que los límites se difuminan. Los personajes son tan reales como cualquiera de nosotros, con nuestra debilidades, nuestros silencios, nuestras vidas privadas, nuestras zonas oscuras. Idealismo ninguno.




Así, un miembro de una unidad antiterrorista por un error en las órdenes, comete un error que termina con un inocente muerto, y de ahí pasará a la unidad AC 12 para investigar a compañeros presuntamente corruptos. Primero le tocará a un inspector del que se sospecha que infla su tasa de resolución de casos para lograr más recursos, y, segundo, a otra inspectora involucrada en una emboscada que termina con varios muertos.




En ambos casos, se inicia un camino intrincado por la personalidad de los personajes, por los intrincados caminos burocráticos o políticos a veces más procelosos que los personales, para llegar a una verdad que puede resultar incómoda para determinadas personas con poder, y siempre incómodos para la propia policía ahogada por un lado por una burocracia imposible y, por otro, con unos niveles de corrupción con distintos grados.




En ambas temporadas, los seis capítulos ofrecen tensión concentrada, cada uno con su giro particular que hace que ver el siguiente se convierta en una necesidad, en un querer saber, en un intentar imaginar cual será la siguiente revuelta del camino, de qué forma nos va a volver a descolocar unas historias de ida y vuelta, que nos sube a un péndulo que nos lleva, unas veces, a comprender las motivaciones del presunto malo y, otras, a desear que se ponga fin a sus andanzas.





Especialmente intensas son las escenas de interrogatorio, que deparan fuertes momentos de tensión, sin caer en excesos, de lucha psicológica entre interrogadores e interrogados, que es la misma lucha que tienen que mantener los contendientes, unos para sacar la verdad a la luz y otros para mantener sus zonas oscuras en ese lugar indeterminado de color gris. En Line of Duty todo el mundo tiene secretos, ir descubriéndolos es otro de sus atractivos.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Marcel Lajos Breuer: el maestro del diseño modular


Frank House, Pittsburgh, 1939. Con Walter Gropius.

Conocido tanto como arquitecto como diseñador de mobiliario, en ambas facetas hay un elemento común, y ese es el concepto de módulo, la combinación de módulos para dar origen a unas obras originales, muy modernas para su época y que le han colocado en el Olimpo de los creadores del Movimiento Moderno que tanto debe a la escuela de la Bauhaus.

Abadía de San Juan, Minesota, 1961.

Una escuela en la estudió y enseñó Marcel Breuer, un húngaro de Pécs nacido en 1902, y al que la vida llevó a los Estados Unidos, para fallecer en Nueva York en 1981, después de una larga enfermedad. Viaje que había empezado en 1935 con su salida de la Alemania nazi primero con destino a Gran Bretaña y, dos años más tarde, viajar a los Estados Unidos lejos del conflicto bélico que asoló Europa y Asia.

Central Library, Atlanta, 1980.

Breuer se vincula a la Bauhaus en Weimar, primero, y en Dessau, después, primero como estudiante y luego como responsable del taller de muebles, donde dará a luz una de sus piezas más icónicas y que no es otra que la silla B3, luego bautizada como Wassily cuando se pensaba que la había diseñado para Kandinsky. Un primer objeto de mobiliario en el que experimentó, de una forma totalmente exitosa, con las posibilidades del aluminio, tomando como fuente de inspiración el manillar de una bicicleta que había comprado poco antes.

Silla B3, 1925.

En 1928 se instala en Berlín para dedicarse a la arquitectura y empezar a fijar las señas de identidad de las viviendas que levantará en años posteriores. Así, empieza a utilizar módulos de hormigón prefabricados con estructura de acero, que luego se verán multiplicado en las viviendas que levantará en los Estados Unidos. Antes, recibirá la invitación de Walter Gropius para unirse a él, iniciando una relación muy fecunda para ambos, en Gran Bretaña y dejar atrás la atmósfera represiva generada por los nazis, especialmente hacia los judíos como Breuer.

Casa Breuer, New Canaan, 1948.

El mismo Gropius será el que invite al húngaro a dar clases en la Universidad de Harvard, en la que ya estaba el alemán, donde enseñará a toda una generación de arquitectos que muy pronto saltarían a la fama, y seguir allí con una sociedad que se mantuvo hasta los años 40 momento en el que Breuer inició su carrera en solitario. En su nuevo país dará a luz su concepto de construcción de viviendas con las habitaciones repartidas en dos alas distintas,  una para los espacios comunes y otra para los espacios íntimos como los dormitorios, unidos por un vestíbulo central.

Hotel Le Flaine, Francia, 1960. Con R.F. Gatje.

En los años 50 y 60, Breuer será uno de los arquitectos enmarcados dentro del brutalismo, un movimiento arquitectónico que debe su nombre al uso de hormigón bruto, y muy influido por la práctica de arquitectos como Le Corbusier o Saarinen, y que tendrá su principal reflejo en grandes obras públicas como museos, sedes de organismos internacionales o campus universitarios, por ejemplo.

Museo Whitney de Arte Americano.


Algunas de sus obras más reconocidas son la sede de la UNESCO en París, en colaboración con otros arquitectos, el Whitney Museum de Nueva York, el laboratorio de IBM La Gaude, o la ciudad de esquí en Flaine (Francia). Además, fue el primer arquitecto en tener una exposición monográfica en las salas del Metropolitan Museum of Art.

Más información: Wikipedia, Knoll [en].

lunes, 3 de noviembre de 2014

Joan Hernández Pijuan (1931-2005): La memoria del paisaje


Aragón, 1963.

“Comencé a pintar de manera muy intuitiva. Soy muy poco hábil, y por eso posiblemente la pintura de la habilidad, la pintura de pincelada sabia, no ha sido nunca lo mío. Y con el paso del tiempo he tenido que ir encontrando mi propio lenguaje. Para decirlo de otra manera, he intentado llevar yo la pintura a mi terreno, más que ir yo a un terreno que no es el mío. Durante los años de Bellas Artes fui un pintor figurativo, de una pintura, digamos, hierática, de influencia italiana tipo Mario Sironi o Mario Marini, algo similar a lo que podíamos ver por aquí en aquellos años. Poco a poco, y después de mi estancia en París, entre 1957 y 1958, llegué a una pintura abstracta, más bien informalista. En aquel momento fue importante para mi ver la obra de un pintor francés que todavía vive, que es Soulages, y el descubrimiento, también en París, de Franz Kline, el pintor expresionista abstracto americano. Por mi ascendencia -mi madre es de un pueblecito de la Segarra y mi padre aragonés-, este tipo de paisaje sobrio, teñido de negro, me ha influido y ha hecho que mi pintura adquiera un aire que sigue más la línea El Paso que la de la luminosidad mediterránea. Y, además, tanto Soulages como Kline se sirven del blanco y negro. En Franz Kline descubro, además, que hace jugar al blanco como espacio y no como fondo. Y eso sí que es algo fundamental en mi camino de aprendizaje, porque me permite eliminar conceptualmente lo que se entendía por fondo en el cuadro.”

Paisaje Negro, 1986.

“Hay gente, entre ellos algunos críticos, que definen estas obras de los años setenta como pinturas minimalistas, con influencias de Rothko o en la línea support-surface, y es verdad que en aquella época todo esto estaba muy vivo, pero yo diría que, más que nunca, estaba pintando trozos de paisaje. Es como si recortara fragmentos de paisajes, directamente, sin otras referencias, sin horizonte. Y también hay una texturalidad, una especie de relieve por las pinceladas que se van sobreponiendo, que le confieren una vibración especial. En el fondo yo intentaba recrear la misma vibración que produce, por ejemplo, un campo de trigo maduro. Era en aquel momento, respecto al que ahora se me define como minimalista, cuando, precisamente, quería ser enormemente figurativo.”

Paisaje, 1983.

“Vivo en Barcelona y además creo que la ciudad te aporta siempre muchas más vibraciones de todo tipo, es donde pasan las cosas. Lo que sucede es que voy a menudo al campo (…) Me gusta más, o mejor dicho, me siento más próximo 
-porque a veces lo que veo no me agrada- a este campo trabajado por el hombre. Cuando camino por un sembrado o por un campo segado, tengo la sensación de estar por completo inmerso en esta superficie y rodeado por ella. Algo así como la gente que hacía land art, como si todo aquello me envolviera. Y este tipo de sensaciones es lo que de alguna manera se ha ido manteniendo en mis pinturas. No de una forma, digamos, representativa, sino como una sensación que podría calificar como sensual, aunque sea una palabra que ahora no se lleve mucho. Intento aproximarme a esta sensualidad que te puede dar un paseo por un campo segado con la materia de la pintura. La tensión de esta pintura refleja una cosa muy vivida.”

Del jardín VI.

“Sí, hubo una época en que diría que sí, posiblemente en los años setenta. Hacía una obra bastante a contracorriente. En aquel momento empecé a pensar, no sé si como defensa, que la poesía puede ser más revolucionaria que un arte sociológico o, como decíamos entonces, un arte social. Una pintura más pura puede tener más carga de profundidad, porque remueve más terreno de pensamiento, que un arte que quiera revolucionar y cambiar el mundo. Además, tampoco creo que hayan cambiado demasiadas cosas y, en cambio, el arte sin estas pretensiones sí que ha ido creando nuevos pensamientos. Y muchas veces ha sido un pensamiento más revolucionario que cuando se ha planteado serlo.”

Ametllers en flor, 1995.

“(…) cuando me encuentro con Miró, es cuando dejo de hacer informalismo, que era lo que hacia a principios de los sesenta. Dejé de hacerlo porque hubo un día en que había hecho unos papeles y al día siguiente, cuando volví al estudio para seleccionarlos, me costó mucho hacerlo porque todos me gustaban. Entonces pensé que no podía ser, que esto era mentira y que me estaba convirtiendo en un pintor de elucubraciones mentales en el estudio. En aquel mismo momento se publicó una entrevista con el pintor Tharrats en un diario. Le preguntaban qué pintaba y el contestó que pintaba "galaxias y choques en el espacio". Pensé que era algo muy bestia y que en cierta manera a mí me pasaba lo mismo. De ahí viene la influencia de Miró que, como yo, procedía del campo y quería estar con los pies en el suelo; algo que él repetía constantemente. Tuve una crisis muy fuerte, pero quería pintar lo que yo conocía, tocaba, pisaba, miraba y vivía. Porque si no, me parecía que la pintura se convertía -y en aquel momento así era- en una elucubración mental, en una especie de masturbación extraña.”

Paisaje doble.


“Yo tengo muy claro que soy un pintor muy tradicional. Pinto al óleo, con pincel o espátula, sobre lienzo y con bastidor. El soporte material es totalmente clásico. Cuando trabajo sobre papel es igual. Creo que lo novedoso no está en el soporte o el material que uno emplea, sino en el pensamiento que crea lo que estás haciendo. Se trata de que cree un pensamiento o una mirada nueva sobre lo que sea. La novedad no está tanto en que yo cree con óleo, acrílico, fotografía o lo que sea, sino en el pensamiento que va a provocar. En este sentido, la diferencia que puede haber entre imagen y pintura es, desde mi punto de vista, que la pintura es siempre una pieza única y no depende tanto de lo que se pinta, sino de cómo está pintado. La pintura, además, es más táctil, hay unos materiales y unas texturas. Lo que hace que una pintura sea buena o mala es cómo está pintada, no el tema o lo que representa.”

Fragmentos de la entrevista concedida por el artista a Catalina Serra, y que se puede leer íntegra aquí.

jueves, 30 de octubre de 2014

Johannes Matthaeus Koelz (1895-1971): La vida en un tríptico


Reconstrucción del tríptico (1930-1937) a partir de la fotografía que se conserva.
En color en la parte superior las partes que han podido ser recuperadas.

Gracias a Sehpurpur me llegó la primera noticia sobre el artista alemán, Johannes Matthaeus Koelz, del que sólo treinta años después de su fallecimiento se empezó a conocer algo de su figura, más allá de haber sido el artista que se negó a pintar un retrato de Hitler, decisión que le costó el exilio y salvar la vida por los pelos.

Detalle del tríptico, 1930-1937.

Su obra más famosa es un tríptico sobre madera de contenido antibelicista en el que trabajó entre 1930 y 1937, una obra que dividió en una veintena de piezas entregadas a familiares y amigos de toda confianza, para que las custodiaran mientras Koelz y su familia salían precipitadamente de la Alemania nazi.

Autorretrato, 1943.

Los estudios artísticos los hace en Munich y la Primera Guerra Mundial le cogió de lleno a sus veinte años, lo que motivó su llamamiento a filas para pasar tres largos años en las trincheras del frente del oeste, una experiencia que le marcará tanto por la propia brutalidad de la guerra, como por el hecho de vivir la muerte de uno de sus hermanos en 1914. Koelz ganó la Cruz de Hierro en la batalla de Verdún.

La hija del artista, Sigfried, con doce años.

El regreso a la patria una vez derrotados los ejércitos imperiales, le hizo ganarse la vida como oficial del ejército y luego como policía, hasta que decidió retomar sus estudios y su carrera artística, y en 1937 con Hitler en el poder, que al parecer era admirador del arte de Koelz, le hace el encargo de pintarle un retrato, con la única condición de que acudiera a las sesiones con la camisa parda de las SA.

Oestliche Karwendelspitze und Vogelhausspitze, 1928.

El rechazo de Koelz al encargo le valió una acusación por parte de la seguridad del Estado de hacer propaganda pacifista, motivada en el famoso tríptico que venía pintando de una forma semiclandestina y a que tituló Thou shalt not kill!, una obra de raíz expresionista en la que se puede ver a un soldado crucificado en una alambrada de espino, mientras el pueblo aparece siguiendo a su obispo, en una suerte de visión de determinismo religioso en el que la voluntad de dios está por encima de los seres humanos. Casi parece una plegaria triste y angustiosa.

Detalle del tríptico, 1930-1937

La suerte acompañó a Koelz y el encargado de su detención resultó ser un antiguo compañero de armas al que había salvado la vida durante la guerra, y éste le devolvió el favor advirtiéndole y parando la orden de detención durante 48 horas. Un tiempo que Koelz utilizó para preparar a su familia para huir y llevar su tríptico a una serrería para dividirlo en piezas, de las que únicamente se quedó con una, además de una fotografía en blanco y negro de la obra.

Detalle del tríptico, 1930-1937.

A pie, con su mujer, un hijo adolescente y una hija de corta edad, viajan desde Munich, por las montañas hacia Austria, pasar luego a Praga, en un recorrido con punto final en Londres en 1939. Al estallar la guerra de nuevo, fue internado como ciudadano de un país enemigo en un campo de detención, hasta que pudo volver a hacer vida normal.

Naturaleza muerta, 1936.


Después de su muerte en 1971, una de sus hijas se puso a la tarea de intentar recuperar todas las piezas del tríptico, sin embargo, apenas si pudo reunir una cuarta parte del mismo para ser expuesto por vez primera en 2001 en Gran Bretaña.
Más información: Leicester [en], The Guardian [en], Wall Street Journal [en].