lunes, 17 de febrero de 2014

La poesía de los caminos de tierra en la fotografía de Mariana Yampolsky


Martel, 1988.

A bordo de un Volkswagen blanco la mexicana de adopción, Mariana Yampolsky (1925-2002) recorrió todos los caminos de México, ese país con un pie en la tradición más milenaria y otro en la rabiosa modernidad llegada de un aparentemente todopoderoso norte amnésico. Un país de una riqueza extraordinaria en todos los niveles pero especialmente en sus gentes diversas.

Mujeres mazahua, 1989.

Tan diversas como la propia fotógrafa de la que me ocupo hoy, de padre ruso judío y artista, y madre alemana también judía con posibles económicos, y ambos de familias emigradas de la persecución en el viejo continente en años muy difíciles. Así, Mariana nacería en Chicago pero desde que cruzó la frontera del Río Grande en 1945 supo que ya no había vuelta atrás, atrapada como se quedó en la magia del país azteca.

Bicicleta de Carnaval, 1991.

Después de formar parte del Taller de Gráfica Popular y de estudiar pintura y escultura en la Escuela Nacional de Grabado, Pintura y Escultura de La Esmeralda, Mariana Yampolsky se dedicó por entero a la fotografía, a dejar constancia de los aspectos más profundos de la realidad del México profundo, de pueblos milenarios amenazados por una modernidad que no entiende de matices, y de un medio ambiente acosado por la acción humana.

Columna salomónica, Sierra de Puebla.

Grupos humanos capaces de vivir en armonía con su entorno, que conservan en sus costumbres recuerdos de civilizaciones que ya viven en los libros de historia y en los espectaculares edificios que todavía hoy podemos admirar, pueblos sencillos de tradiciones paganas y cristianas que conviven en perfecta armonía, de fiestas, de trabajos del campo, pueblos pobres en lo material pero con una gran riqueza cultural, pueblos formados por personas que tienen en la dignidad un referente inexcusable.

Esperando al padrecito, 1987.

Comunidades que viven en casas de adobe, de madera, que cultivan maíz, con el magüey formando parte inseparable de un paisaje duro que se marca a fuego en los rostros de mujeres y de hombres que una vez fueron niños y a los que Mariana supo retratar con respeto, con una dulzura más allá de las palabras, matizada por las sombras de un blanco y negro en el que lucen todos los matices.



Como explicaba la propia fotógrafa la fama no era su objetivo, movida como estaba  por el trabajo constante y exigente, porque “no tenemos que inventar nada, todo está ahí sólo hay que descubrirlo, fotografiarlo y gozarlo”.

2 comentarios:

balamgo dijo...

Magnífico trabajo!
Soberbia la autora.
Abrazos.

Alfredo dijo...

Sin duda un trabajo espectacular el de esta mexicana.

Un saludo.