jueves, 28 de agosto de 2014

Jaume Plensa: “La escultura es tan esencial como lo más primitivo de nuestro ser”



"No tuve una formación visual temprana y nunca me han obsesionado las imágenes. En cambio, con el paso de los años me he ido dando cuenta de que la música de piano que tocaba mi padre o los libros que había en mi casa me han dejado una huella importante. Distintos elementos que se han ido incorporando a mi obra de forma progresiva y natural tienen su origen en este mundo familiar volcado en la palabra y la música.”


“Creo que las palabras son un contenedor perfecto, pues tienen físicamente la medida exacta de su contenido. La palabra proporciona un registro físico común, un lugar abstracto compartido al que cada cual puede acceder con su propia memoria. Del mismo modo, la música es un lugar privilegiado para la abstracción, pues no genera imágenes descriptivas que bloqueen la posibilidad de ir más allá, algo que a veces sucede en las artes visuales.”


“Pronto supe que la escultura me lo daba todo. En primer lugar, la posibilidad de tocar, algo que para mí es una necesidad. Me gusta que la gente toque mi obra, que disfrute de esa dimensión epitelial. Pero, paradójicamente, también me atraía la capacidad que tiene la escultura para fomentar la abstracción. La escultura forma parte de mi naturaleza y supongo que siempre acabo haciendo escultura, con independencia del medio que utilice.”


“El dibujo me interesa mucho conceptualmente. Si quisiera crear una gran colección, sería de dibujos. El dibujo es el lugar donde realmente se crean tus estructuras de futuro. Eso es lo que lo define y no la técnica utilizada. En realidad, el dibujo es un laboratorio, un espacio donde desarrollar ideas con inmediatez y verificar intuiciones sin ninguna presión de tiempo o de lugar.”


“La escultura es tan esencial como lo más primitivo de nuestro ser. Los niños empiezan enseguida a manipular las cosas con sus manos y, en la naturaleza, la formación de las montañas, las erupciones volcánicas, la solidificación de formas, la erosión o la transformación del paisaje… todo ello es escultura en estado puro. Antes, en el estudio, hablábamos de distintos problemas técnicos pero, en realidad, la escultura es de una gran simplicidad, es como si te miraras al espejo: tú y tu cuerpo.”


“Somos fisiológicamente incapaces de experimentar el silencio total. Nuestro propio cuerpo es el principal obstáculo que nos impide percibir el silencio. No podemos escapar del rumor que genera nuestro flujo sanguíneo y, sin embargo, no somos conscientes de él.”


“Valoro mucho la individualidad, que no el individualismo, el sentido de identidad personal. Nunca me ha interesado el grupo entendido gregariamente, sino como una asociación de individualidades. Me fascina vivir en una época en la que se habla de globalidad, por mucho que en ocasiones tenga connotaciones negativas: es un arma de futuro extraordinaria porque deja patente que el mundo es un mosaico de individualidades, como la propia naturaleza. Para mí, un lugar es un espacio donde ocurren cosas. Así que el cuerpo es un lugar porque las cosas que vives, sólo las vives tú. Veo a cada individuo como una geografía en tránsito, una isla con un perímetro de costas perfectamente delimitadas de las que se puede levantar una carta geográfica perfecta y que está en un océano común que permite navegar de una isla a otra.”


“Yo creo que las palabras son un material. Mi aproximación al texto es física. Cuando abres un libro ves formas que, asociadas entre sí, producen ideas. Pero parece también como si esas letras estuvieran contra un paredón, permanentemente a la espera de ser fusiladas. Yo quería hacer una apropiación de esta materia, liberarla de su prisión y dejar ver su espalda.”

Estos fragmentos están extraídos de la entrevista realizada al artista por César Rendueles y publicadas en la revista Minerva.

lunes, 25 de agosto de 2014

Ernst Haas: “La fotografía llegó a ser un lenguaje con el que aprendí a escribir prosa y poesía”


Elefante, Kenia.

Como la naturaleza de todos y cada uno de nosotros termina saliendo por algún lado, de los primigenios estudios de medicina, este austriaco de Viena (1921) fallecido en Nueva York (1986), que responde al nombre de Ernst Haas terminó convirtiéndose en fotógrafo, pero no en uno cualquiera, sino en uno de los pioneros en el uso del color en sus imágenes.

Albuquerque, Nuevo México, 1969.

Antes de eso, en la postguerra de la Segunda Guerra Mundial, empezó haciendo fotografías en blanco y negro para documentar para la Cruz Roja norteamericana, los destrozos causados por la guerra en su país. Especialmente notable fue una serie de fotografías realizadas a prisioneros de guerra austriacos de vuelta en su país. Una serie que llamó la atención de la revista Life y que le valió una oferta de la misma que rechazó.

Nubes y skyline, Nueva York.

Probablemente cansado del ambiente opresivo de la Viena de postguerra, se trasladó a París, donde recibe la invitación de Robert Cappa para integrarse en la Agencia Magnum, y en los primeros años 50 irse a vivir a Nueva York. Un nuevo país, una nueva vida y un nuevo modo de enfrentarse al hecho fotográfico al verse limitado por las posibilidades del blanco y negro para retratar una nueva realidad en la que el color está presente por todas partes.

Paisaje sulfuroso, Yellowstone, 1966.

Esa inquietud le llevará a iniciar sus experimentos con el color, hasta dar como resultado una forma de entender las imágenes de una forma muy próxima a la pintura y a la literatura, no en vano Inge Bondi ha dicho que Haas tenía “ojo de pintor y alma de poeta”, en unos años en los que la fotografía de Haas corre paralela al Action Painting, el cine negro y el jazz.

Luces de Nueva York, 1970.

Con la nueva técnica en sus albores, Haas empieza a retratar paisajes naturales y urbanos, trabaja en el cine en películas como Moby Dick, La Biblia o en Vidas Rebeldes, además de ser el encargado de las imágenes de una de las campañas publicitarias más conocidas del mundo, como es la del vaquero de Marlboro.

Pistola de mar, Maine, años 50.

No falta quien considera que la forma de fotografiar el mundo de Haas le acercaba a los postulados del expresionismo abstracto, especialmente en esos paisajes en los que se libera de toda anécdota y se centra en lo poético, en las masas de color y en las formas de una forma muy acentuada. Por otro lado, cuando se fija en la ciudad su concepción, en palabras de A. D. Coleman, es tratarla como si estuviera ante un decorado teatral, un proscenio por el que fluye la vida de forma espontánea.

Nueva Inglaterra, 1960.

El mismo Coleman añade que Haas “fue un poeta lírico que buscaba en la fotografía el equivalente de la pintura gestual, al utilizar los efectos fotográficos para suavizar el foco, una profundidad de campo muy estudiada, y la sobreexposición para lograr el efecto deseado”.

Olas en Tobago, Mar Caribe, 1968.

Y en cuanto al color, dejo la palabra final a John Szarkowski, exdirector del Departamento de Fotografía del MOMA: “El color, en la fotografía en color, frecuentemente parece un irrelevante decorado levantado entre el espectador y el hecho fotográfico. Ernst Haas resolvió este conflicto convirtiendo la sensación del color en el sujeto central de su trabajo. Ningún fotógrafo ha trabajado con más éxito para expresar con toda su intensidad el hecho físico de mirar.”

Más información: Wikipedia, 20 Minutos, New York Times [en], Web oficial [en].

martes, 19 de agosto de 2014

Harry Brown: Michael Caine y poco más



El actor británico tiene uno de esos rostros tallados por el tiempo y una de esas voces, que a fuerza de oírlas, ya se ha convertido en familiar para todos aquellos que disfrutamos con el trabajo actoral de este grande de la pantalla. Por eso cuando uno de estos días me encontré por casualidad con Harry Brown, tuve claro que la única opción posible era la de sentarme en el sofá a disfrutar.


Y lo hice a medias. Por un lado estaba el gran Michael Caine que vuelve a dejar un personaje muy sólido, y, por otro, una historia que no dejaba de sonar a conocida. A saber, un antiguo soldado de élite, viudo y con una hija fallecida con 13 años, veterano de Irlanda de Norte, habitante de un barrio conflictivo dominado por unos adolescentes dedicados al tráfico de drogas.


Punto de partida que ya nos suena de infinidad de historias, en las que se produce un detonante que convierte a nuestro protagonista en uno de tantos habitantes del barrio pasivos ante lo que ocurre alrededor, consentido al mismo tiempo por una policía incapaz de fijar la ley y el orden en el barrio. Cuando su único amigo es asesinado, Harry Brown decide tomar cartas en el asunto.


A partir de ahí se desarrolla una historia del vengador solitario, de una policía atada por la ley a la hora de acusar a los asesinos del anciano, y que no ve con malos ojos que un particular limpie el barrio por su cuenta. De nuevo estamos ante la filosofía que justifica que la gente haga justicia por si sola si el Estado y sus fuerzas del orden, son incapaces de hacerlo sin llegar a profundizar en las razones que permiten que eso ocurra.


De hecho cuando la policía se decida a intervenir en el barrio se va a generar una serie de disturbios callejeros, una suerte de guerrilla urbana que pone el barrio en auténtico pie de guerra creando el caldo de cultivo necesario para plantear el final de una película que arranca muy bien para luego meterse en un tono medio que si bien no llega a despeñarse, tampoco nos deja grandes momentos y sólo al final nos regala una metáfora visual muy apreciable.



Una más de justiciero veterano, que convive con sus experiencias de lucha contra el IRA, personas que desde el punto de vista de Harry Brown tenían razones para luchar, mientras que es incapaz de comprender el por qué de la violencia de unos adolescentes que no tienen más objetivo en la vida que la droga, y en la que lo mejor termina de ser el, una vez más, sólido Michael Caine.

jueves, 14 de agosto de 2014

A young doctor’s notebook: expresionismo gore




Los fans de Mad Men y de Harry Potter tienen un atractivo fundamental para ver esta serie, y no es otro que ver a Don Drapper y al mago adolescente juntos en una miniserie de cuatro episodios de media hora de duración cada uno. Ellos dan vida al mismo doctor, uno en los inicios de su andadura médica y otro como médico ya maduro teniendo que dar explicaciones al NKVD de su vida. Corre el año 1934.


La miniserie, que tiene una segunda temporada también de cuatro episodios, está ambientada en un perdido hospital ruso en alguna parte de una estepa interminable, a la que llega un joven doctor recién graduado después de obtener las máximas calificaciones posibles. Allí entra en contacto con un mundo que nada tiene que ver con las luces de un Moscú que se pierde en el recuerdo. Es 1917.


Allí bajo la alargada sombra de Leopold Leopoldovich, su insigne predecesor en el cargo, sufrirá las primeras angustias al tener que enfrentarse a los problemas de salud de sus convecinos, sabedor de que no tiene la experiencia que le permita hacer lo mejor para sus pacientes. En las visitas, a cual más surrealista, se empieza a desarrollar un ambiente que combina lo expresionista con lo surrealista y grandes dosis de sangre que convierten a la serie en no apta para aprensivos.


También hay humor bastante negro y es que parece que dentro de ese ambiente opresivo del hospital, sin ningún sitio al que ir que esté a menos de medio día de viaje, y con la nieve cayendo con insistencia, es el único de los posibles, además de las dolencias de unos pacientes empeñados en solventarlo todo con unas gotas de lo que sea o un jarabe aunque se trate de una sífilis que les terminará matando.


De ahí a desarrollar una adicción sólo hay un paso y ahí el doctor maduro verá como fueron los inicios, mientras habla e interactúa con su yo joven, deparando algunas de las mejores escenas de la serie que, a ratos, marcha con un ritmo un tanto irregular a pesar de lo cual creo que merece la pena detenerse en ella.


Por cierto, que todavía no he dicho que la serie está basada en un grupo de relatos cortos salidos de la pluma de Mihail Bulgakov, escritor ruso que como Chejov, fue médico antes que escritor, y en los que dejó constancia de sus experiencias como médico también en un hospital dejado de la mano de todo el mundo. El ambiente surrealista que se respira en los relatos de Bulgakov, Sky Arts lo ha pasado a la pequeña pantalla. Habrá que ver la segunda temporada.

lunes, 11 de agosto de 2014

Treme: Una cuarta temporada y un triste adiós



Cinco episodios ponen fin a la cuarta y última temporada de Treme, una serie de la que ya me he ocupado aquí y aquí. Una obra maestra de la televisión salida, una vez más, de la mano de David Simon, un guionista que parece especializado en crear historias que le dejan a uno con un regusto nostálgico y con la sensación de haber visto algo más que una serie de televisión.


Si después de The Wire entendería que nunca le vayan a nombrar hijo predilecto de Baltimore, por el retrato que dibujó de la ciudad y de sus miserias, que son las mismas de tantos otros sitios, lo que no entendería en absoluto es que no fuera absolutamente reverenciado en todas y cada una de las calles de Treme, uno de los barrios de mayor solera musical de Nueva Orleans.


Una ciudad golpeada con una dureza extraordinaria por el huracán Katrina en 2005, situación que sirve de punto de arranque de la serie, y que culmina con la llegada de Obama a la presidencia de los Estados Unidos para su primer mandato. Lo que venía siendo una situación caótica, con las autoridades empeñadas en ahogar la espontaneidad de la ciudad, negar su cultura y su tradición de música callejera, se convierte en un rayo de esperanza con el primer presidente negro de la historia del país que se trasladará a las vidas de los personajes de la serie.


A lo largo de las cuatro temporadas desfilan por Treme cocineros, bohemios de toda clase y condición, jefes indios, policías corruptos, buitres inmobiliarios, periodistas y abogados defensores de los derechos civiles y, sobre todo, músicos, muchos músicos, muchos y grandes músicos, porque Nueva Orleans no se entiende sin el crisol de ritmos musicales que forman parte fundamental de su idiosincrasia, y exportados con enorme generosidad a las cuatro esquinas del mundo.


Un territorio mestizo en el que se cruzan las tradiciones de los emigrantes franceses, españoles, anglosajones, de los nativos americanos, de los esclavos negros africanos, todos mezclados, todos en una convivencia cultural francamente envidiable y que se lleva, como no podía ser de otra forma, a la cocina, porque en esta serie también se cocina mucho y muy bien. La riqueza gastronómica y la musical juntas de la mano.


Cuatro temporadas memorables para recorrer las calles de una ciudad devastada que lucha por erguirse con orgullo sobre los pilares de la cultura, de su identidad musical, gastronómica y de una forma particular de entender la vida y las relaciones más cercana a nuestra concepción mediterránea que a la estricta visión anglosajona, más preocupada por el tener que por el ser.



El espíritu sigue ahí, metido en una corriente telúrica que ningún huracán ni ningún poderoso especulador podrá controlar, ni siquiera se puede soñar con domesticar, y es esa corriente en la que bebe la ciudad y sus habitantes para coger fuerzas para luchar por volver a ser lo que fueron, lo que son de verdad, para salir a la calle y reivindicar con orgullo su música, su Mardi Grass, su cocina y todo aquello que los convierte en únicos y especiales y que hace de Nueva Orleans una ciudad igualmente única.

viernes, 8 de agosto de 2014

El paisajismo lírico de Hiroshige


Barcos de pesca en el lago.

Uno de los elementos que hay que tener en cuenta a la hora de analizar la obra de los pintores enmarcados dentro del término impresionismo y postimpresionismo, es la influencia que sintieron de los grabados japoneses del estilo ukiyo-e, uno de cuyos máximos representantes fue Utagawa Hiroshige (Edo, hoy Tokio, 1797-1858). El impacto que causó en aquellos artistas esos grabados que empezaron a llegar a nuestro continente en la segunda mitad del siglo XIX, fue de una gran intensidad.

Peregrinación al santuario de la diosa Benzailen en la cueva de Enoshima, 1850.

El interés de Hokusai o de Hiroshige por el paisaje y por el retrato del mismo y por las condiciones atmosféricas, no podían por menos que interesar a los impresionistas europeos, que, asimismo, descubrieron insólitos puntos de vista y una forma de trasladar el paisaje a sus lienzos muy novedosa.

Taira no Kiyomori ve apariciones sobrenaturales, 1840.

Hiroshige, después de ver cómo sus padres morían cuando tenía únicamente doce años de edad, decide empezar sus estudios artísticos con Utagawa Toyohiro, a cuya muerte pasó a hacerse cargo del taller del maestro, para iniciar una carrera que potenció desde el momento en el que tomó la decisión de dejar el cargo de jefe de bomberos que había heredado de su padre.

Vista de Tsukuda a la luz de la luna con dama en el balcón.

Este pintor, grabador e ilustrador, vivió un momento de la historia de su país a caballo entre dos situaciones extremas. Por un lado, vivió en el Japón unificado y cerrado sobre sí mismo, alejado de la influencia y el contacto con el mundo occidental, y la nueva situación generada a partir de un aperturismo exterior forzado por esas potencias occidentales.

Río entre montañas nevadas, 1857.

En ese momento de apertura a las corrientes comerciales internacionales, coincidente con un esplendor de la burguesía japonesa que empezó a demandar el tipo de grabados en los que Hiroshige fue un auténtico maestro, los grabados empezaron a llegar también a Europa donde también tuvieron una buena acogida, al menos entre los medios más concienciados artísticamente.

Puente de la luna en Meguro.

Se trata de composiciones sencillas de paisajes imaginados, ya que Hiroshige no fue un gran viajero y utilizaba las descripciones contenidas en guías de viaje para representar los paisajes, en los que la figura humana, generalmente de pequeñas dimensiones, está llevando a cabo acciones cotidianas relacionadas con momentos de trabajo o de ocio.

Luna de otoño sobre Miho.

Ilustrador de libros y retratista, Hiroshige reproduce también actores del teatro tradicional japonés, el kabuki, geishas, obras en las que al igual que hacía en el paisaje, reina una gran sutileza, un control exquisito del color en unas composiciones en las que el sentido del primer plano destaca sobre manera.

Kanbara.


En sus obras, Hiroshige consigue hacernos llegar todo un sentimiento poético, de la delicadeza en los detalles, en los paisajes iluminados por la luna, en los que se insinúa un crepúsculo lleno de color, de la lluvia que cae con fuerza propia del monzón sobre puentes curvados como la luna, de puentes que cruzan personas que fluyen en perfecta consonancia con el paisaje y las condiciones atmosféricas.

Lluvia repentina sobre el puente Shin-Ohashi y Atake, 1857.

Más información: Artelino [en], MET Museum [en], Biografías y vidas.