martes, 31 de agosto de 2010

La balada de Cable Hogue (The ballad of Cable Hogue, Sam Peckinpah, 1970)


Entremedias de Grupo Salvaje, cuyo montaje estaba culminando cuando empezó a rodar esta película, y Perros de paja (Straw dogs) que firmará en 1971, este cineasta “maldito” rueda La balada de Cable Hogue, una película ciertamente peculiar dentro de su filmografía, que fue un fracaso y que pudo rodar gracias la éxito de Grupo Salvaje.

Acostumbrado como estaba el público a que el cine de Peckinpah contuviera altas dosis de violencia a cámara lenta, no supo ver las cualidades que adornan a esta peculiar comedia del oeste en la que un personaje al que da vida un fantástico Jason Robards, llamado Cable Hogue, logra sobrevivir en el desierto después de que dos de sus socios lo abandonen a su suerte, y no sólo eso, sino que además consigue encontrar los dos únicos acres de desierto en los que existe agua potable.


Ahí empieza esta singular historia adornada con toques de comedia sarcástica, de esos que te hacen sonreír pero que dejan un regusto extraño, cuando nos damos cuenta de que estamos asistiendo al final de una era, la de los hombres solitarios, duros, capaces de sobreponerse a las penalidades para triunfar. Hombres uraños poseedores de un extraño código ético, adaptados a un medio hostil en el que sólo podrá salir adelante aquel que sea capaz de comprender las normas que la naturaleza marca de forma inapelable.

Hogue sólo sale de su particular oasis para ir a la ciudad más próxima para legalizar su posesión, y mantener encuentros con una prostituta, Hildy, cuyo sueño es viajar a San Francisco para convertirse en una gran dama, y con la que vivirá una particular historia de amor que pondrá al protagonista en la tesitura de tener que elegir entre la venganza o el amor.


En un momento determinado, Cable recibirá la ayuda de un particular predicador más interesado en “absolver” los cuerpos de sus feligresas que de salvar sus almas, y que al final de la película deja un parlamento que merece la pena ser escuchado con toda atención.

Un western realmente crepuscular, rodado en unos años en los que el género estaba dando sus últimos pasos, en el que no hay acción, donde todo va transcurriendo al ritmo que marcan las diligencias que tienen que parar obligatoriamente en el Pozo Cable para dar de beber a los caballos y de comer a los pasajeros. Un paraíso anclado de forma frágil sobre las arenas del desierto por las que muy pronto dejarán de transitar las diligencias para dejar paso a “coches sin caballos”, mucho más feos pero que van a transformar el mundo de una forma decisiva.


Cable es un hombre hecho por y para el desierto, por y para una forma determinada de vida, y, tal vez por eso, cuando intente abandonarlo definitivamente para cambiarlo por la “civilización”, el mundo moderno le pasará literalmente por encima. El final de Cable es el final de una forma de vida.

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