jueves, 30 de octubre de 2014

Johannes Matthaeus Koelz (1895-1971): La vida en un tríptico


Reconstrucción del tríptico (1930-1937) a partir de la fotografía que se conserva.
En color en la parte superior las partes que han podido ser recuperadas.

Gracias a Sehpurpur me llegó la primera noticia sobre el artista alemán, Johannes Matthaeus Koelz, del que sólo treinta años después de su fallecimiento se empezó a conocer algo de su figura, más allá de haber sido el artista que se negó a pintar un retrato de Hitler, decisión que le costó el exilio y salvar la vida por los pelos.

Detalle del tríptico, 1930-1937.

Su obra más famosa es un tríptico sobre madera de contenido antibelicista en el que trabajó entre 1930 y 1937, una obra que dividió en una veintena de piezas entregadas a familiares y amigos de toda confianza, para que las custodiaran mientras Koelz y su familia salían precipitadamente de la Alemania nazi.

Autorretrato, 1943.

Los estudios artísticos los hace en Munich y la Primera Guerra Mundial le cogió de lleno a sus veinte años, lo que motivó su llamamiento a filas para pasar tres largos años en las trincheras del frente del oeste, una experiencia que le marcará tanto por la propia brutalidad de la guerra, como por el hecho de vivir la muerte de uno de sus hermanos en 1914. Koelz ganó la Cruz de Hierro en la batalla de Verdún.

La hija del artista, Sigfried, con doce años.

El regreso a la patria una vez derrotados los ejércitos imperiales, le hizo ganarse la vida como oficial del ejército y luego como policía, hasta que decidió retomar sus estudios y su carrera artística, y en 1937 con Hitler en el poder, que al parecer era admirador del arte de Koelz, le hace el encargo de pintarle un retrato, con la única condición de que acudiera a las sesiones con la camisa parda de las SA.

Oestliche Karwendelspitze und Vogelhausspitze, 1928.

El rechazo de Koelz al encargo le valió una acusación por parte de la seguridad del Estado de hacer propaganda pacifista, motivada en el famoso tríptico que venía pintando de una forma semiclandestina y a que tituló Thou shalt not kill!, una obra de raíz expresionista en la que se puede ver a un soldado crucificado en una alambrada de espino, mientras el pueblo aparece siguiendo a su obispo, en una suerte de visión de determinismo religioso en el que la voluntad de dios está por encima de los seres humanos. Casi parece una plegaria triste y angustiosa.

Detalle del tríptico, 1930-1937

La suerte acompañó a Koelz y el encargado de su detención resultó ser un antiguo compañero de armas al que había salvado la vida durante la guerra, y éste le devolvió el favor advirtiéndole y parando la orden de detención durante 48 horas. Un tiempo que Koelz utilizó para preparar a su familia para huir y llevar su tríptico a una serrería para dividirlo en piezas, de las que únicamente se quedó con una, además de una fotografía en blanco y negro de la obra.

Detalle del tríptico, 1930-1937.

A pie, con su mujer, un hijo adolescente y una hija de corta edad, viajan desde Munich, por las montañas hacia Austria, pasar luego a Praga, en un recorrido con punto final en Londres en 1939. Al estallar la guerra de nuevo, fue internado como ciudadano de un país enemigo en un campo de detención, hasta que pudo volver a hacer vida normal.

Naturaleza muerta, 1936.


Después de su muerte en 1971, una de sus hijas se puso a la tarea de intentar recuperar todas las piezas del tríptico, sin embargo, apenas si pudo reunir una cuarta parte del mismo para ser expuesto por vez primera en 2001 en Gran Bretaña.
Más información: Leicester [en], The Guardian [en], Wall Street Journal [en].

jueves, 23 de octubre de 2014

Happy Valley: un valle no precisamente feliz




Sólo de una forma irónica se puede interpretar el título de esta miniserie de seis episodios salida de la factoría de la BBC, y que ya tiene confirmada una segunda temporada que se empezará a rodar en 2015, para su emisión a finales de ese mismo año en la televisión pública británica.


Seis capítulos en los que es casi imposible meter más cosas y tan bien encajadas unas con otras, de tal forma que la investigación de un secuestro en una zona azotada por la plaga de las drogas, termina convirtiéndose en un camino a recorrer a través de los sentimientos, las angustias, los miedos, los perfiles escabrosos de la vida, la mentira y la falta de una mínima conciencia que impide hacerse cargo de los actos generados por las propias decisiones de unos, empeñados como están los personajes (lo mismo que en la vida real), de culpar al mundo de las pifias propias.


Signo de un mundo en el que nos toca vivir, carente de sentido de la responsabilidad y del más mínimo sentido del mal, obsesionados como están (estamos), pensados que los demás están en la tierra únicamente con la función de satisfacer nuestros caprichos, sean éstos cuales sean, encerrados en las prisiones del egoísmo más absoluto.


Eso sólo es una parte, aunque, resolución del caso policial aparte, probablemente el nudo gordiano del fondo de la serie, de una población que sólo desde la ironía se puede entender que se llama Happy Valley (Valle Feliz), cuando nos encontramos con familias rotas, bien por un suceso trágico, bien por el azote del alcohol o las drogas o las dos a la vez, agobiadas por querer vivir en un estatus que no corresponde por ingresos, o amparados en una doble vida en la que todo aparenta perfecto pero que está podrido de raíz.


Así no es raro que nos encontremos ante un drama y de los gordos, con una protagonista, la sargento Catherine Cawood, interpretada de forma magnífica (de hecho el adjetivo creo que se le queda cortísimo) por Sarah Lancashire. Una mujer cercana a los cincuenta, con la familia rota por un suceso trágico ocurrido ocho años antes del inicio de la historia, que vive con una hermana que se repone de sus adicciones, con ataques de ansiedad y que carga con un sentimiento de culpa muy importante, mientras la gente que tiene alrededor se empeña en cargarla con sus propias miserias.


La violencia física y psicológica de tal forma en Happy Valley que termina creando una atmósfera capaz de atrapar a los espectadores, que no hacemos más que rebullirnos inquietos en nuestros sillones deseando conocer el final y deseando, como pocas veces, que el culpable reciba el castigo que se merece y Catherine pueda tener al final, un poco de esa paz que también, sin duda alguna, se merece, y mucho.

lunes, 20 de octubre de 2014

Galveston: Nada puede ir bien (Nick Pizzolato, Black Salamandra, 2014)




“Había una promesa rota en las frías paredes de la habitación. Las esperanzas pretéritas aullaban como perros fantasma en mi cabeza, convertidas en viejas frustraciones, viejos resentimientos, y me jodió descubrirlas pisándome los talones por la mañana, siguiéndome el rastro a través de los años”

Primera novela del autor de la absolutamente fantástica primera temporada de True Detective, Nick Pizzolato, que ha sido recibida en muchos ámbitos con todo el aplauso y como una ruptura total de los esquemas de la novela negra, regalándonos una narración que poco menos que abre caminos nunca antes transitados por este tipo de novela.

Afirmaciones que le hace a uno enarcar las cejas con un cierto gesto de incredulidad, siempre, claro está, después de haber recorrido sus páginas con gran interés. Y lo que creo que me he encontrado es una novela negra correcta, con algunas páginas apreciables por su impresionismo, su descripción casi pictórica de los paisajes por los que transitan los personajes y sus recovecos psicológicos. Una novela que se lee con placer pero que, en ningún caso, es el novelón del año.

“Y la lección de la historia, en mi opinión, es que hasta que te mueres no eres más que un impostor.

Pero yo sigo vivo.”

Una historia de un matón al servicio de un mafioso que planea matarlo. Roy Cady, que así se llama el protagonista, se huele la tostada e inicia un camino de huída, junto con una prostituta adolescente y una niña de tres años. Personajes sin nada que perder, ni la vida que en algún caso ya está perdida, sin un lugar al que volver ni un lugar al que ir.

Emerald Shore es el paradójico nombre del motel en el que confluyen una serie de representantes de eso que en los Estados Unidos conocen como white tras (basura blanca), personas hoscas, desorientadas, delincuentes drogadictos de imposible confianza, prostitutas parece que por aburrimiento.

“Mi sombra se proyecta ante mí, tan retorcida que podría pertenecer a algún crustáceo alargado saliendo a rastras de la marea, emergiendo tambaleante desde el pasado. Para ausentarse de la historia.”

Transcurren ello por una parte del país entre Louisiana y Texas, por carreteras interminables, paisajes desolados, garitos de mala muerte, moteles que más parecen playas de náufragos de almas negras, tanto por sus pecados como por los del resto de la humanidad, toscas viviendas en medio de ninguna parte, y los subsidios estatales son el maná para mantener un simulacro de existencia.



Galveston, nombre de una ciudad del estado de la estrella solitaria, o sea, Texas, termina convirtiéndose en una referencia mítica, de lo que nunca pudo ser pero se pensó que podía haber sido, en un viaje atrás en el tiempo imposible, enmarcados en un presente implacable y con un futuro incierto o directamente sin futuro alguno.

“El aparcamiento estaba vacío, a excepción de un par de coches con las antenas dobladas y la carrocería oxidada, una ranchera con dos ruedas de repuesto y una moto aparcada sobre un charco oscuro de aceite. Había varias ventanas tapadas con papel de aluminio. Se trataba del tipo de sitio para gente que no tenía adónde ir, un motel en el que algún cliente ocasional pagaba una habitación para suicidarse, con huéspedes demasiado ensimismados en sus propios fracasos para prestarnos mucha atención”.

El final que nos depara la novela es un cierre con un tanto de catarsis, de convencimiento de que las cosas han quedado cerradas, se ha llegado al final del círculo y ahora, sabido todo, la vida tormentosa del pasado se fusiona con el huracán que amenaza con arrancarlo todo de raíz o, tal vez, poner orden en el caos con una nueva ración de desorden del que volver a nacer renovado, o esto sólo lo he pensado yo y el final sólo es el final. No lo sé.

“Un día naces y cuarenta años después sales renqueando de un bar, perplejo por todos tus achaques. Nadie te conoce. Conduces por oscuras carreteras y te inventas un destino porque la clave es seguir moviéndose. Así que enfilas hacia el último asidero que te queda por perder, sin tener ni idea de qué vas a hacer con él”.

jueves, 16 de octubre de 2014

Música balcánica: ritmo y vida




Nunca recuerdo quién fue el autor de la frase que yo creo que mejor define a esta zona de Europa, como aquella región que produce más historia de la que es capaz de consumir. Algo que cobra realidad cuando nos fijamos un poco en la historia contemporánea, por no irnos más atrás, con el origen de la Primera Guerra Mundial, la desintegración del Imperio Austrohúngaro, la formación de Yugoslavia después de la Segunda, y las guerras que se generaron tras la caída del bloque soviético y las subsiguientes independencias nacionales, todas ellas conflictivas a excepción de la de Eslovenia.

Por ir ubicándonos, los Balcanes incluyen además de las repúblicas exyugoslavas de Eslovenia, Croacia, Serbia, Bosnia Herzegovina, Montenegro y Macedonia, acoge también a Albania, Rumanía, Bulgaria, Grecia y sin dejar de lado Turquía, al menos por lo que supuso la presencia del Imperio Otomano en la zona, y que tanta importancia tuvo en el desarrollo posterior de las bandas de viento metal tan características de una zona, también de gran riqueza étnica, por cuanto junto con los eslavos, la presencia de judíos tanto centroeuropeos como sefardíes con sus particulares tradiciones musicales, y, como no, la etnia roma (gitana), forman un crisol fantástico.

Una región en la que la música forma parte de todos los aspectos de la vida: nacimiento, boda, funeral y cualquier otro que merezca una celebración. Mi primer acercamiento a la realidad social y musical de la región fue de la mano de las películas de Emir Kusturica (Tiempo de gitanos, Gato blanco gato negro, Underground), de ahí descubrí su banda, la No Smoking Orchestra, y al autor de muchas de sus bandas sonoras, Goran Bregovic, desde entonces convertido en mi músico balcánico de cabecera.


Luego llegarían otros como los rumanos de Fanfare Ciocarlia, el serbio SabanBajramovic o la bosnia Amira Medunjanin, considerada como la Billie Holliday de los Balcanes. Como verán músicos de lo más variopinto, representantes de una tradición cultural diversa, rica, transversal, capaz de cruzar geografías a pesar de que los movimientos nacionalistas han provocado una suerte de compartimentación musical que hace que determinados estilos se hayan convertido en estilos nacionales, en ese proceso de construcción acelerada de una identidad necesaria para reconocerse. Así, la sevdalinka se asocia a los bosniacos, la tamburitza se la disputan serbios y croatas, el cocek entre búlgaros  macedonios, o la starogradska compartida por serbios, macedonios y búlgaros, como señala Miguel Rodríguez Andreu en un artículo que titula “Música balcánica o cuando el talento supera al nacionalismo”.

Eso por lo que respecta a los ritmos más tradicionales, porque la cosa se complica con los estilos que aún manteniendo su raíz en el pasado, en melodías tradicionales o en los temas que han venido formando parte de las letras de las canciones populares desde tiempos inmemoriales y, que en algunos casos, están siendo rechazados por las élites culturales e incluso desterradas de las televisiones o las radios.


Algo así como querer poner puertas al campo, porque incluso bajo el dominio comunista, los intentos por reprimir estilos como la chalga, una forma de canción popular búlgaro caracterizado por letras lascivas consideradas como obscenas por las autoridades, siguió siendo cantado por el pueblo. Algo parecido ocurrió con el manele, muy vinculado a Rumanía y derivado de las canciones de amor otomanas, del que se ha llegado a decir que las personas que lo escuchan tienen un nivel intelectual por debajo de la media. 


El turbofolk serbio, aunque también se manifiesta en otros países del entorno, también incide en los temas sexuales y ofrece una visión de la mujer convertida únicamente en objeto de deseo que es muy criticado por la mala influencia que genera en los jóvenes, tanto chicos como chicas. Sus defensores, por el contrario, afirman que sólo refleja la libertad sexual ganada tras la caída del régimen comunista.


Sea como fuere, los Balcanes siguen conteniendo en su interior una riqueza musical extraordinaria, crisol de culturas, de tradiciones, de grupos étnicos, que dan a su música un estatus imprescindible para comprender algo de la maravillosa diversidad de este continente nuestro.