miércoles, 29 de junio de 2011

Yayoi Kusama (Matsumoto, Nagano, Japón, 1929)


“Una acumulación infinita de obsesiones”. De esa forma define la artista de referencia nipona su propia obra. Y es que desde su más tierna infancia ha tenido que convivir con alucinaciones sobre las que empezó a desarrollar una vocación artística a la que su madre, a lo que parece una mujer de negocios dominante y autoritaria, se opuso con tanta fuerza que eso terminó generando en Kusama, al menos así lo ha reconocido ella misma, una desestabilización psicológica en la que aún sigue inmersa.

Precisamente para escapar de una escuela, una familia y una sociedad que ella sentía como excesivamente conservadora, sobre todo con las mujeres, decidió, a finales de los años 50, hacer las maletas para viajar a los Estados Unidos donde entrará de lleno en la efervescencia artística de aquellos años e impregnarse del movimiento hipie y, desde un punto de vista más artístico, con el pop o el minimalismo para desarrollar su propio estilo caracterizado por la repetición estereotipada de elementos como los lunares, con un mensaje político y feminista.


En Nueva York trabará amistad con artistas como Eva Hesse o Donald Judd, mientras su arte entra en terrenos distintos a los de aquellos e inicia sus Accumulation Sculptures (Escultura de acumulación), en las que “la pintura deja de ser un objeto para encontrarse con los dominios de la escultura, abundando en apéndices fálicos”, tal y como se puede leer en la web del Museo Reina Sofía.

Esas obras y las Infinity Nets (Redes de infinito) si bien “obras se han convertido en una de las representaciones más habituales de un arte pop y feminista, también hay que tener en cuenta que avanzan formas vinculadas con la excentricidad minimalista de artistas como Lynda Benglis o Eva Hesse”, se lee en la misma web.


Yayoi Kusama deja Nueva York en 1973 para regresar a Japón donde sus problemas mentales se agudizan por un fracaso en un negocio, y eso la lleva a ser, desde 1978, paciente externa de una institución psiquiátrica situada en las cercanías de su estudio. Después de dedicarse un tiempo a la novela y dejadas atrás aquellas performances neoyorquinas con mujeres desnudas, incluida la propia artista y con las que quería poner el acento en la mujer como colectivo, Kusama retoma su universo creativo.

Unas obras que parecen volver a aquellas de las décadas de los 40 y 50, con recuerdos pop y que como afirma Raquel González Arias en su artículo Yayoi Kusama: el arte de la obsesión, “nos invita a suspender la percepción de nuestro propio yo en un viaje hacia la obliteración. Un juego de espejos que reta a nuestros sentidos y merece la pena experimentar”.

“Quiero explorar mi propia humanidad y la visión del mundo. Establecer un camino para mi búsqueda de la verdad”, le dice la artista a Bea Espejo en una entrevista publicada en El Cultural.

lunes, 27 de junio de 2011

Paracaidistas (Chus Fernández, Ediciones Trea, 2011)

Además, los que lloran en el fondo esperan que hagas algo por ellos, aunque no haya nada que puedas hacer, y sé que es así porque si no lo esperasen, en vez de ponerse a llorar delante de ti, se limitarían a sentirse igual que lo harían si sus tripas fueran un montón de rosas a punto de pudrirse y ellos las ataran con una cuerda para poder decir de esas flores que son un ramo y ofrecérselo a alguien antes de que fuera ya demasiado tarde, si no esperasen que hicieras algo por ellos se limitarían a sentirse así, que es como yo me siento cuando tengo ganas de llorar, en vez de ir por ahí hinchándose y poniéndose rojos por todas partes.

Yo hay cosas que prefiero no saber, pero más de una vez quieto y en medio del pasillo me he preguntado si cuando aparece la luz la oscuridad se va, o si en realidad la oscuridad está siempre ahí y lo único que hace la luz es permitirnos dejar de verla por unos instantes.

Mi hermano decía una vez hicimos esto, o una vez hicimos lo otro, y se me ocurre ahora que a lo mejor ese fue su problema, haber hecho solo una vez aquello que por lo visto era importante para ellos, a lo mejor eso es lo malo de que algo se acabe, que todo lo bueno es una vez fue y ya nunca será dos veces. Yo de mayor no voy a jugar con una cometa, porque cuando te paras, se cae. Y alguien se muere cuando se cae una cometa.

Cada vez me gusta menos leer, algo mío se me cae dentro del libro, y ahí se queda cuando lo cierro. Para siempre. Y ya no lo recupero nunca porque cuando abro otra vez el libro siempre lo hago por una página nueva. Volver a la página no sirve de nada, eso que busco ya no está, o soy yo el que yo no está allí, leyendo, no estoy seguro. Yo creo que uno cuando lee o escucha una canción todo lo que quiere es que algo que tiene dentro, con bordes, encaje perfectamente con lo que otros puedan tener, con bordes también; o lo que es lo mismo, que la voz que a todas horas oye en su cabeza se calle para oír la voz de ese otro que ahora cuenta las mismas cosas que su propia voz le decía.

A lo mejor todos los amigos son siempre imaginarios menos cuando estás entre amigos porque muchas veces cuando estás entre amigos el imaginario eres tú.

Lo que sí que sé es que si algo me gusta en esta vida son los paracaídas. Quien se pone un paracaídas mantiene lejos el suelo y cuando un paracaídas se abre el miedo se vuelve un poco más lento, más torpe, como si le costase unir lo que va al final con lo que va al principio y mientras tanto, mientras lo uno y lo otro se encuentran y se unen, para cualquiera que mire desde lo alto la tela del paracaídas se parecerá a la carpa de un circo, a la cera que dejan en la tarta las velas del cumpleaños, a la sangre que cae del cuerpo de una paloma cuando la recoges de un jardín nevado, el rastro de una vida que ahí se queda. Un paracaídas cerrado no es nada, no se parece a nada, no me hace pensar en nada, a una mochila como mucho, y aunque se parezca a una mochila sigue sin parecerse a nada porque a mí lo que me importa de una mochila es lo que tiene dentro.

martes, 21 de junio de 2011

Olaf Martens (Halle, Alemania, 1963)


“Mis fotografías no son reales, pero muestro tu realidad, y mujeres reales”. Una frase del propio fotógrafo germanoriental indicativa del eclecticismo, de la originalidad que se esconde y se muestra en cada una de sus fotografías.

Olaf Martens estudia la profesión en una prestigiosa escuela de la ciudad de Leipzig y ambienta muchas de sus escenas en escenarios de Chequia, Turquía o Moscú, huyendo así de los escenarios occidentales. Él mismo dice en esta entrevista, de la que están extraídos todos los entrecomillados de este artículo, que “no lucho contra el sistema y por eso no voy a París y sí a Praga o Moscú para hacer mis fotografías de moda. El mundo del Oeste es otro mundo, y el Este es otro completamente distinto”.


En la producción fotográfica de Olaf Martens nos podemos encontrar con una vertiente social, esa que inició en la República Democrática Alemana recorriendo el mundo underground algo que no le dejó de traer problemas con la policía, momento en el que decidió empezar a construir “mi propio mundo, tocar mis propios temas, construir mis propias escenas fotográficas”, como afirma en la entrevista ya citada.

Y es que a Martens le caracteriza, entre otras cosas, un alto componente escenográfico en todas y cada una de sus fotografías, especialmente las relacionadas con la moda, teatralizando los gestos, los escenarios, las historias que nos quiere contar y con un sentido del humor muy presente en todo momento.


La mujer, su sensualidad, el erotismo son protagonistas de unas imágenes con mujeres reales, dicho esto en el sentido de que se apartan del concepto de modelo de pasarela, mujeres que pueden ser nuestras vecinas y que, en ocasiones, contrapone a esas modelos irreales ofrecidas por el mundo de la moda.

“Mis mujeres son mujeres normales, viven en pisos junto al tuyo y es una mujer que puedes llegar a alcanzar. Son absolutamente normales”. Mujeres de la limpieza, mujeres con curvas, stripers, bailarinas, travestis, son seres sobre los que Martens posa su mirada en repetidas ocasiones

Son fotografías en las que nos es posible encontrar varios mundos al mismo tiempo o, al menos, varias historias parecen posibles, tal es la combinación de elementos que nos plantea en sus trabajos. Escenarios en los que conviven procedencias diversas recombinadas en una suerte de “eclectismo postmoderno”, utilizando una de las definiciones que más veces se repiten en las informaciones de prensa publicadas en nuestro país con motivo de la exposición que de la obra de Martens se puede ver en PhotoEspaña.

domingo, 19 de junio de 2011

La música de la tierra más hermosa



Si hace un tiempo dedicaba un artículo a la música klezmer, la propia de los judíos de la Europa orienta, esta vez voy a detener mi mirada sobre los ritmos de los habitantes de Sefarad (“la tierra más hermosa”), esos sefarditas expulsados en el año 1492 del solar peninsular en el que llevaban viviendo al menos desde el siglo IV, que siguieron conservando sus costumbres, su cultura y ese castellano antiguo que les servía de vehículo de comunicación.

Y no solo eso, sino que además lo extendieron por todo el Mediterráneo y todavía hoy sigue siendo un idioma vivo hablado y cantado. Gracias a ellos todavía hoy, más de 500 años más tarde, conocemos viejos cantares, antiguos romances que se cantaban en los lejanos tiempos medievales.

La música sefardí es un auténtico crisol de las tres grandes tradiciones religiosas que convivieron en aquella península Ibérica hasta el siglo XV, ya que, por un lado, los judíos utilizaron cantares, coplas y romances cristianos que adaptaron a sus particularidades culturales, a los que acoplaron los instrumentos musicales árabes dando así lugar a un patrimonio musical bien conservado y que está sabiendo adaptarse a los nuevos tiempos para entrar de lleno en eso que se llaman músicas del mundo.



Eso lo ejemplifica muy bien la israelí Yasmine Levy, con la que abro este artículo y que graba sus discos en el sur de España y mezcla de una forma maravillosa esos viejos cantares con los ritmos flamencos para incidir aún más si cabe en la rica fusión de culturas que supone la música sefardí.

Los lugares que acogieron a esos judíos expulsados por los Reyes Católicos, también han ido influyendo sobre esas melodías dando lugar a ritmos en los que se notan los aires griegos, búlgaros, turcos o norteafricanos, ejemplo de una permeabilidad que solo ha venido a enriquecer la tradición cultural de esos judíos que nunca olvidaron cual era su solar original. Precisamente hace unos años la riqueza de esa tradición, ese mantener viva una tradición enraizada en la península, les fue reconocido a las comunidades sefardíes por los Premios Príncipe de Asturias.

Esa tradición musical es mucho más que una tradición, es algo vivo que está en evolución ya que al repertorio de temas tradicionales se han ido añadiendo otros de creación particular que han ido acrecentando ese acerbo musical. Una música pensada, como es normal, para acompañar los momentos de la vida diaria tanto sean ceremonias litúrgicas, como el trabajo, las bodas, las fiestas en general. Para cada momento hay una música.

Los expertos señalan que con el paso del tiempo, se fueron configurando dos tradiciones diferentes. Una estaría emparentada con lo hispano, es decir, con lo cristiano, mientras que otra vía evolucionaría al contacto con los ritmos y melodías árabes y de otros puntos de Oriente. Asimismo, se distinguen tres tipos de canciones como son las coplas, los romances y el cancionero.



Las primeras estarían relacionadas con diferentes festividades de carácter anual, con la narración de hechos vinculados a la vida cotidiana, hagiográficas y de peregrinación a Tierra Santa. Los romances, por su parte, narran historias vinculadas con lo épico, lo caballeresco; mientras que el cancionero acoge a todas aquellas composiciones pensadas para acontecimientos relevantes como pueden ser la circuncisión o una boda, por ejemplo.

Mírese por donde se mire, la música sefardí es fruto de esa koiné mediterránea en la que estamos insertos multitud de pueblos que, tal vez, podríamos encontrar en esta tradición, y seguramente en muchas otras, un punto de contacto en lugar de estar siempre poniendo el acento en lo que nos separa. El Mediterráneo ha dado vida a pueblos ya viejos y por ello sabios, que se empeñan en no parecerlo.

martes, 14 de junio de 2011

La colina (The hill, Sidney Lumet, 1965)


La reciente muerte del genial cineasta Sidney Lumet, nos ha dejado a todos los amantes del cine sin una de las figuras de referencia capaz de debutar con un extraordinario fresco de relaciones humanas como es Doce hombres sin piedad, la historia de un jurado obligado a tomar una decisión de inocencia o de culpabilidad en un espacio claustrofóbico y en el que cada uno de ellos sacará a la luz diferentes aspectos de sus personalidades.


Algo de eso también lo hay en La colina, una película no demasiado conocida de la filmografía de Lumet, en la que vuelve a colocar a un grupo de personajes en un ambiente claustrofóbico, extremo y duro. Para esta película eligió una prisión británica en medio del desierto libio durante la Segunda Guerra Mundial. Allí los sargentos carceleros hacen gala de toda una suerte de crueles castigos para reconducir las conductas de los prisioneros.


A la prisión acaba de llegar un nuevo sargento, Williams procedente del cuerpo de prisiones civiles de Inglaterra, llegada que va a coincidir con la de un grupo de cinco prisioneros entre los que está el sargento paracaidista Roberts, al que interpreta magistralmente Sean Connery, cuyo delito es el de haberse negado a enviar a sus compañeros a una muerte segura por las órdenes de un oficial estúpido. La consecuencia de todo ello fue que sus camaradas cayeron bajo el fuego enemigo y él trasladado a prisión por no haber obedecido.


En medio de patio de la prisión se eleva una colina de arena, bordeada por muros de piedra, construida por los propios prisioneros y por la que los carceleros obligan a los reclusos a subir y bajar con todo el equipo a cuestas, como si de Sísifo se tratara condenado por los dioses a subir una pesada piedra a los hombros hasta lo alto de una montaña, para luego ver como la piedra se le caía cada vez que llegaba lo que le obligaba a volver a empezar cada vez con el castigo.


Algo así ocurre con los suboficiales de la prisión, convertidos en dioses vengadores, dispensadores de castigos desproporcionados a la falta cometida, todo en nombre de unas ordenanzas convertidas, paradójicamente, en el yugo que tienen que portar los captores, de tal forma que todos los personajes acaban siendo prisioneros de algo.


La crueldad se va a centrar en aquel al que detecten como diferente, y así la integridad de Roberts será intolerable para un sargento Williams del que Lumet apenas si nos muestra la cara en ningún momento lo que acentúa la indignidad del individuo. Stevens será otra víctima propiciatoria por su debilidad y no parará hasta conducirlo a la muerte, mientras que Jacko King, ciudadano británico pero de color, será objeto de toda clase de comentarios racistas.


Con un oficial médico sin personalidad y un comandante únicamente preocupado por las prostitutas, en la cárcel se genera un microcosmos opresivo, de calor sofocante, de crueldad ilimitada que hacen que la incomodidad y la rabia del espectador no dejen de aumentar en las dos horas aproximadas de metraje, hasta llegar a un desenlace final doloroso.

lunes, 13 de junio de 2011

Pop All Times. Roberto Junquera.



No es fácil escribir sobre alguien al que conoces mucho y al que hace ya muchos años al que le vas siguiendo la pista musical. Eso me ocurre con Roberto Junquera, gaitero asturiano, prácticamente vecinos y al que he tenido la suerte de asistir a un crecimiento musical que aún no ha terminado.

Esto lo escribo al hilo de la publicación de su último, hasta el momento, trabajo discográfico de este gaitero empeñado en meter a la gaita en pleno siglo XXI y demostrar que ningún ritmo le puede ser extraño a este instrumento. Un camino que había abierto en sus dos discos anteriores Una gaita… de cine!!! y Aquellos maravillosos años, en la que ahora profundiza un poco más con Pop All Times.

Esta vez nos regala un recorrido por algunos de los temas más conocidos del pop español y anglosajón de las décadas de los 80 al 2000. Así nos vamos encontrando con Amaral, La oreja de van Gogh, el Canto del Loco, Coldplay, entre otros. Son un total de nueve temas a los que se ha despojado de las voces para darle cabida a la gaita asturiana que se convierte en la auténtica protagonista, a la que lleva a unos terrenos sonoros ciertamente inusuales para el instrumento obligado a dar unas notas en las que destacan unos agudos realmente asombrosos y que llevan a la gaita al borde de lo que puede dar.

Aunque la gaita asturiana es la protagonista, Roberto también deja hueco para la gaita gallega, instrumento que tuvo que aprender a tocar para la ocasión, y es que la digitación y las características musicales del instrumento son distintas a las del asturiano. En otro tema podremos encontrarnos con una gaita midi para lograr el sonido de la gaita irlandesa.

Para este disco ha contado con la colaboración de músicos como Jorge Martínez, Ovidio Morán, Pedro Álvarez, Leonel Duarte, Pablo Pérez o Samuel Rodríguez, para un trabajo grabado, mezclado y masterizado en los Luna Music Studios que el propio Junquera regenta en Lugo de Llanera.

El compositor Ramón Prada deja escrito en el libreto del disco que este trabajo “se presenta con una elegante producción técnica y musical que lleva en cada tema el impecable estilo musical del que es uno de los grandes gaiteros asturianos”. En definitiva se trata de disfrutar con un puñado de canciones a caballo entre dos décadas de música, de las que Roberto se apodera, reconduce, transforma y nos devuelve en una especie de viaje absolutamente personal al que nos invita a sumarnos sin complejos.

miércoles, 8 de junio de 2011

Meret Openheim (Berlín, Alemania, 1913 – Basilea, Suiza, 1985)


“Los artistas llevan la vida que más les place sin que nadie diga nada; pero cuando es una mujer quien lo hace, todos se asombran”.

Esa cita de la artista extraída del libro Mujeres artistas de los siglos XX y XXI, da un indicio claro de la personalidad de una artista que siempre buscó los caminos de la libertad personal y hacerse hueco en un mundo del arte en unos años en los que el peso de los artistas masculinos, en ocasiones, dejaba poco hueco para las mujeres.

A eso la ayudó el hecho de haber nacido en el seno de una familia adinerada de ambiente liberal y en la que creció rodeada de influencias intelectuales. Si su padre era cirujano, su abuela era pintora y su tío era el escritor Herman Hesse. De ahí que cuando tome la decisión adolescente de dedicarse al mundo del arte no encontrara ninguna oposición y su familia entendiera perfectamente que se fuera a París para buscar su camino.


En el artículo que la página web artecreha dedica a esta artista se dice: “En el ambiente excéntrico y apasionado de los surrealistas parisinos de los años treinta, la aparición de Meret Oppenheim supuso un verdadero terremoto para todos ellos. No fue sólo su inteligencia y su formación culta y sofisticada, o su indudable belleza, fueron sobre todo su vitalismo, el ímpetu de su juventud y su reputada desinhibición sexual lo que acentuó aún más si cabe aquel entorno ya de por sí extravagante”.

En el París de los surrealistas muy pronto entrará en contacto con las figuras principales de ese movimiento como Giacometti, Hans Arp, Man Ray (para quien posará en una serie de fotografías de gran sensualidad), Max Ernst y el líder espiritual de todos ellos, Andre Breton. Antes de llegar ahí, las primeras influencias que se pueden detectar en su obra temprana están en Paul Klee.


De su talento y de la casualidad, nacerá uno de los objetos surrealistas por excelencia como es la taza de café forrada en piel. Ella misma contó alguna vez que la idea había surgido una tarde mientras estaba en un café parisino con Picasso y Dora Maar, y el pintor español se fijó en una pulsera de piel que llevaba Openheim echa por ella misma. De esa conversación en la que llegaron al acuerdo de que todo se podía forrar con piel y de la asociación que hizo inconscientemente al pedir al camarero un café con piel, nacería ese objeto tan representativo de la práctica surrealista.

Era el año 1936 y la obra fue bautizada como Juego de desayuno de piel por Breton haciendo un juego con el título del cuadro Desayuno en la hierba de Manet y la obra literaria La Venus de las pieles de Sacher-Masoch, dos obras en dos medios distintos en los que el erotismo es una clave fundamental. Sexo y fetichismo son cuestiones que aparecen en la obra de Meret.


Su estancia francesa se va a ver afectada por la llegada de los nazis al poder en Alemania con los consiguiente perjuicios para una familia judía. La imposibilidad de seguir manteniendo su vida en París al faltar el sustente familiar y la necesidad de poner su vida a salvo, la hizo viajar a Suiza para instalarse en Basilea.

Las décadas siguientes, las de los años 40 y 50 “sus obras reflejan una gran melancolía y se hacen particularmente pequeñas y oscuras, aunque también existe en ellas un especial sentido del humor que la autora nunca perdió, a pesar de las crisis que enfrentaba en su vida privada”, tal y como se recoge en la web swissinfo.

De la misma fuente, recoge este otro párrafo: “Más adelante descubre un nuevo modo de expresión acaso más libre, fino y abstracto. Esto se acentúa en la década de los 70 con sus famosas 'nubes', en las que se destaca una vez más su fascinación por la naturaleza”.

En los años 80 amplía su espectro creativo hacia la escritura con la publicación de una serie de poemas que dieron forma a dos libros, poniendo fin a una carrera que la llevará a ser considerada como una figura central en el arte europeo del siglo XX.

domingo, 5 de junio de 2011

Louise Nevelson (Kiev, Ucrania, 1899 – Nueva York, Estados Unidos, 1988)


El hecho de que su padrea abandonara su país de origen en 1902 para buscar mejor fortuna en los Estados Unidos, mientras su familia permanecía en Ucrania, hizo que Louise pasara algún tiempo recluida en un silencio seguramente opresor. Al conocer ese dato no puedo evitar preguntarme si eso no tendrá algo que ver en el desarrollo artístico posterior de esta mujer.

Algo de ese silencio de infancia, luego la familia se reunirá felizmente en el estado de Maine, cree uno ver en las peculiares esculturas de Nevelson formadas a partir de elementos encontrados a los que reubica en esculturas ensambladas, muchas veces pintadas de negro, y ante las que es posible percibir que uno se encuentra ante un mundo interior que ahora cobra forma, crece hasta alcanzar, en algunos casos, una escala monumental, hasta el punto de que las hay que pudieran ser transitables.


Un mundo absolutamente personal en negro, oro o blanco, imaginativo tal vez crecido durante esos prolongados silencios en la absolutamente gélida Ucrania invernal o angustiosamente cálida durante los veranos, fruto de los rigores de un clima continental.

Esto que no deja de ser una afirmación basada en la duda más absoluta y echando mano de una asociación de ideas casi al borde del surrealismo, me sirve para introducir a Louise Nevelson, la única mujer a la que se incluyó entre los primeros expresionistas abstractos, lo que no impidió que su obra no fuera reconocida hasta años más tarde que la de sus colegas únicamente por su condición de mujer. Sin embargo, su potencia creativa la llevaría a colocarse como una de las figuras seminales de la escultura contemporánea norteamericana.


Una mujer a la que su talento artístico le costara su matrimonio con un naviero que no veía bien que su esposa estudiara arte, danza y teatro en los finales de los años 20 y primeros 30. Ya divorciada, viajará a Alemania para aprender del pintor alemán Hans Hofmann, además de trabajar en la elaboración de decorados para el cine tanto en Alemania como en Austria.

El rechazo frontal de las autoridades nazis a cualquier cosa que oliera a arte contemporáneo y su condición de judía, aconsejaron que saliera del país con cierta precipitación, para terminar regresando a los Estados Unidos e iniciar el desarrollo de su carrera artística. Ahí se inicia su interés por los objetos encontrados, a la manera duchampiana, que la ayudarán a configurar su propio camino artístico alejado en muchas ocasiones de los movimientos predominantes en cada momento.


Dice Verónica Volkow en su artículo Louise Nevelson y la memoria del negro, que a su regreso a los Estados Unidos trabajará con Diego Rivera en el mural de la New Worker’s School, y que en 1945 y 1950 hará sendos viajes a México que la hacen “descubrir la escultura precolombina, que confirmará su búsqueda de una escultura definida en términos de estructura orgánica y medio ambiente”.

Acerca de la obra de Nevelson, Volkow también afirma que “en un momento dado pretendió abolir la diferencia entre la pintura y la escultura, y reducir el color al monocromatismo, es quizá la que mayor valor ha tenido que darle a los mínimos matices”, y cita una frase de la misma artista que nos sirve de colofón a este artículo. "Yo quería darle simplemente una estructura a las sombras; ahora quiero darle, estructura y permanencia al reflejo".

miércoles, 1 de junio de 2011

Shirin Neshat (Quzvin, Irán, 1957)


“Veo mi obra como un excurso en el tema del feminismo y del Islam contemporáneo, un debate que observa con el microscopio algunos mitos y realidades y que llega a la conclusión de que todo es mucho más complejo de lo que muchos habíamos pensado.” (Citado en el libro Mujeres Artistas de los siglos XX y XXI)

Con 17 años abandonó su país y su familia para viajar a los Estados Unidos para estudiar en la Universidad de Berkeley. Los acontecimientos políticos que sufrirá su país y que culminarán con el final del reinado del Sha Rheza Palevi y su sustitución por una Revolución Islámica encabezada por Jomeini, provocarán que Neshat no regrese a su país hasta 1990.

Ella misma reconoce que ese regreso fue un shock bastante fuerte, al llegar a un país que, por un lado, se estaba recuperando de una larga guerra con su vecino Iraq y, por otro, había fortalecido un régimen opresor de las libertades y los derechos humanos.


El contraste entre los modos de vida occidentales en los que se había visto inmersa durante su estancia en Estados Unidos, donde sigue viviendo, y ese oriente que forma parte de sus raíces, lo trasladó a una obra primero fotográfica y luego videográfica, en la que las mujeres son protagonistas fundamentales. Mujeres a las que considera víctimas de una doble agresión política y sexual.

Y es que las sociedades fundamentalistas no son lugares especialmente cómodos para las mujeres, como refleja Neshat. La tensión que se genera entre belleza y violencia se pone de manifiesto en series fotográficas como Women of Allah (Mujeres de Alá), en la aparecen mujeres, muchas veces la propia artista, vestidas con chador y que muestran al espectador solo aquellas partes de su cuerpo permitidas por el Islam, es decir, el rostro, las manos o los pies.


Partes del cuerpo decoradas con símbolos y textos escritos en farsi de conocidas escritoras iraníes y completadas con la presencia de armas, pistolas o rifles, que introducen un elemento perturbador que impiden que las fotografías se puedan leer de un modo lineal, unívoco. Esa presencia siquiera simbólica, de la violencia es una constante en la obra de Neshat, tal y como ella misma ha reconocido en varias ocasiones.

En una entrevista titulada Siempre habrá violencia en mi obra, que firma Javier Hontoria en El Cultural, la artista afirma lo siguiente: “En mi trabajo, la diferencia de géneros me sirve por dos motivos: el primero es el pleno entendimiento de la ideología de una sociedad patriarcal que legisla sobre la mujer. De este modo, al estudiar el tema y la situación de la mujer, se aprende sobre la cultura en la que está inmersa. La segunda es la posibilidad de tratar el tema del feminismo, que me interesa mucho, en un lugar no occidental, y poder así representar a la mujer musulmana como creo que es: fuerte y segura de sí misma.”


Cuando notó que la fotografía no le era suficiente para contar lo que quería contar, se pasó al vídeo, primero, y al cine después. En este último medio realizó Women without men (Mujeres sin hombres), basada en la novela homónima de la también iraní Shahrnush Parsipur. La película fue galardonada con el León de Plata en el Festival de Venecia de 2009.


“El dolor es el tema central del arte de las mujeres artistas. Hablo del dolor personal, en mi caso por la separación de mi familia, de mi exilio en París. También hablo del dolor en la lucha del ser humano, trato de captar esa lucha para sobreponerse al dolor y superarlo.” (Photoespaña)