domingo, 28 de febrero de 2010

Tartufo (Teatro Margen)

Antes de empezar a escribir este artículo sobre este espectáculo, voy a reconocer que no me encuentro entre la legión de fans de este grupo de teatro asturiano, al que vengo siguiendo desde hace una década, y que el otro día me acerqué con enormes precauciones a este Tartufo, en lo que es una nueva aproximación de este grupo después de que en 2000 montaran Molière ensaya escuela de mujeres, un montaje que me pareció cualquier cosa menos interesante.

En esta ocasión, el grupo trabaja el texto del autor francés pero desde la perspectiva de la versión cinematográfica del director expresionista alemán, F.W. Murnau y que firmó en 1926. Aunque visto lo visto, lo que se nos mostró fue el esquema de la película puro y duro, ya que en ésta una ama de llaves o asistenta, consigue que su empleador, un hombre mayor, le deje a su nombre su herencia en detrimento de un sobrino que consigue, con alguna artimaña, entrar en casa y proyectarle la película Tartufo y decubrir el pastel de la asistenta.

Y eso fue lo que puso en escena Margen, ni más ni menos, con la idea que podía resultar original de combinar la proyección de fragmentos de la película con la actuación teatral, de tal forma que el cine aportaba sus imágenes, y el teatro las voces. Hay que recordar que la película de Murnau es muda.

A partir de ahí un montaje enormemente lastrado por la falta de ritmo, lo que consigue que la obra avance de una forma mecánica, sin emoción, todo contado de la misma manera, a la misma velocidad lenta, a lo que hay que unir unos trabajos actorales de bajo perfil, en la que no se encuentra una implicación emocional auténtica por parte del elenco actoral. Si a eso unimos que el texto original no es una de las obras maestras de Molière, como el propio director del espectáculo ha reconocido en alguna de sus apariciones en prensa, pues tenemos un montaje que no termina de despegar que transita por el tedio, al pairo sin viento que haga volar sus velas y lleve la nave a buen puerto.

A un grupo que lleva en activo desde 1977, algo que hay que considerar un auténtico milagro en el más que precario ambiente teatral asturiano, hay que pedirle mucho más.

lunes, 22 de febrero de 2010

Ugo Rondinone (Brunnen, Suiza, 1964)



Si a la obra de cualquier artista hay que acercarse con la mente abierta, dejando de lado todo tipo de prejuicios que nos podrían impedir una correcta apreciación, el diálogo sincero con la obra, en el caso de este suizo afincado en Nueva York, y uno de los más considerados por el mercado del arte, esa actitud es primordial para adentrarse en el laberinto creativo de un artista multidisciplinar, capaz de aunar el pop más rabioso y el minimal más esencial.

Pintura, escultura, video, instalaciones, papel, luz, son entre otros los canales que Rondine utiliza para hablar, fundamentalmente, del tiempo, de su paso de la emoción, los sueños, la poesía, pero también de lo cotidiano. Desde que en los 90 irrumpiera con fuerza en el panorama artístico, ha ido elaborando un corpus muy original en el que explora “nociones de gran profundidad emocional y física que él encuentra en los elementos más banales de nuestra vida”.


Una inspiración que le puede surgir de frases que usamos todos los días, de canciones, exclamaciones con las que compone arco iris de neón o esculturas que cantan al amor y a la vida. La literatura es otra fuente inspiradora, como es el caso de The night of lead (La noche del plomo), una muestra que se pudo ver en el MUSAC de la ciudad de León, y que se basa en la novela homónima del escritor expresionista alemán, Hans Henny Jahn (Das nacht aus blei). El propio artista dice de esta obra que “narra el recorrido de un personaje sin nombre que deambula por una ciudad desconocida en una noche de invierno y se encuentra consigo mismo, veinte años más joven, y moribundo. El “yo” de más edad guía al ‘yo’ joven a través de la noche, y con la llegada del alba, el yo de menor edad ha muerto. la construcción de la identidad y la introspección, sobre cómo el refugio de la noche alienta la honestidad y la catarsis, de cómo la vida del narrador esta a merced de su propia narración”.


Además del tiempo y de la identidad, el artista explora, asimismo, la relación que existe entre el medio natural y el artificial de nuestras ciudades. Así, ha realizado unas grandes esculturas metálicas que reproducen olivos pintados de blanco y que coloca en medio de los medios urbanos. Son reproducciones de olivos de un pueblo de Nápoles del que proceden sus padres, y en el que la relación con este árbol es muy especial, y que Rondinone reproduce en aluminio y coloca, por ejemplo, en pleno Manhattan, un lugar dominado por los rascacielos de acero y de cristal.

Termino devolviendo la palabra al artista cuando explica que “si mi trabajo en general es un acercamiento no lineal al mundo, el concepto de tiempo, que ha venido ocupando mi trabajo desde el inicio, me produce una cierta sensación de crecimiento”.

martes, 16 de febrero de 2010

El último tren a Auschwitz (Der letzte zug, Joseph Vilsmaier y Dana Vávrová, 2006)


Para celebrar el cumpleaños del Führer, a un oficial de las SS se le encomienda la misión de dirigir el último tren que saldrá cargado con 688 judíos berlineses, desde la estación de Grunewald hasta el campo de exterminio de Auschwitz. Con ese último transporte se dejaba “limpia” la capital del Reich de toda sombra judía.

Sobre ese espeluznante episodio la pareja que forman Vilsmaier, autor de la en mi opinión magnífica Stalingrado (1993), y Vávrová nos dejan una película conmovedora a ratos y en la que es difícil no empatizar con ese grupo de personas hacinadas en un vagón de ganado, con un cubo de agua y otro para las necesidades, y seis días por delante hasta llegar al exterminio, y eso los que lleguen, porque el camino queda jalonado de cadáveres con los que se ven obligados a convivir en el vagón.


Allí se dan cita judíos de toda edad y condición: estrellas del boxeo, joyeros, pianistas, bebés… Desde el momento en el que todos ellos están dentro del vagón, la película prácticamente no saldrá de su interior, lo que le da un aire opresivo, angustioso al desarrollo de la historia, mientras asistimos a los intentos de escapar de una muerte segura, mientras cada traviesa que supera el tren es una menos que les falta para llegar a la estación de término, allí donde toda esperanza se pierde.

A pesar de ello, a la forma en la que los directores nos cuentan la historia le falta brío, intensidad dramática, y las relaciones entre los obligados compañeros de exterminio se dejan muy en el aire, y la brutalidad de las condiciones del mortal viaje no terminan de llegar con nitidez al espectador, al que se le da algún respiro con algún flashback que pretenden mostrarnos algo de cómo eran las vidas de los pasajeros, y que nos depara algunas imágenes ñoñas y que no aportan nada al desarrollo de la historia.


Sabedores del destino que les está esperando, después de utilizar algún recurso que podríamos calificar de “tramposo” y pelín visto, dos de las ocupantes del vagón conseguirán huir después de muchos sacrificios. Eso no oculta que tiene otros momentos realmente emotivos, duros, de esos que dejan un regusto desolador.

Un vagón “lleno de sed, hambre y miedo”, como lo ha definido Olmo, para una historia dura como sólo lo puede ser la vida real, y en la que unos personajes, que perfectamente podríamos ser nosotros mismos o cualquier persona que podamos conocer, obligados a vivir en un contexto en el que la normalidad está ausente y en el que el capricho de cualquiera puede acabar con un vida humana con la mayor tranquilidad y sin el menor remordimiento.

domingo, 14 de febrero de 2010

Cuando éramos honrados mercenarios (Arturo Pérez Reverte, Alfaguara 2009)

Los presos de la Cárcel Real

Hoy vamos de historieta histórica, si me permiten. Merece la pena. En los últimos tiempos, y por razones de trabajo, me he visto entre libros y documentos bicentenarios de esos que a veces estremecen y otras te dejan una sonrisilla cómplice cuando proyectas, sobre la prosa fría del documento, imaginación suficiente para revivir el asunto. El de hoy se refiere al dos de mayo de 1808, cuando Madrid estaba en plena pajarraca insurreccional contra las tropas francesas. Es rigurosamente verídico, aunque parezca esperpento propio de una película de Berlanga. Y es que, a veces, también la España negra tiene su puntito.

Todo empezó con una carta escrita a media mañana, cuando la ciudad era un tiroteo de punta a punta, la gente sublevada peleaba donde podía, y la caballería francesa cargaba contra paisanos armados con navajas en la puerta del Sol y la puerta de Toledo. La carta iba dirigida al director de la Cárcel Real de Madrid -situada junta a la plaza Mayor, hoy sede del Ministerio de Asuntos Exteriores- por Francisco Xavier Cayón, uno de los reclusos, y estaba escrita en nombre de sus compañeros: "Abiendo advertido el desorden que se nota en el pueblo y que por los balcones se arroja armas y munisiones para la defensa de la Patria y del Rey, suplica, bajo juramento de volber a prisión con sus compañeros, se les ponga en libertad para ir a esponer su vida contra los estranjeros". Entregada al carcelero jefe Félix Ángel, la solicitud llegó a manos del director. Y lo asombroso es que, en vista del panorama y de que los presos, ya artillados de hierros afilados, tostones y palos, estaban montando una bronca de órdago, se les dejó salir a la calle bajo palabra. Tal cual.

Ahora imagínense el cuadro. Sin mucho esfuerzo, porque la Historia conservó los pormenores del episodio. De los noventa y cuatro reclusos, treinta y ocho prefirieron quedarse en el talego, a salvo con los boquis, y cincuenta y seis caimanes se echaron al mundo. Eran, claro, lo más fino de cada casa: gente del bronce y de puñalada fácil, chanfaina de los barrios crudos del Rastro, Lavapiés y el Barquillo, brecheros, atufadores, jaques de putas. Monipodios, Rinconetes, Cortadillos, Pasamontes y otras prendas, incluido un pastor de cabras que había dado unas cuantas mojadas a un tabernero por aguarle el morapio. Y, bueno. Como digo, salieron. De estampía. Lástima de foto que nadie les hizo. Porque menuda escena. Ignoro cuántas ermitas visitaron de camino aquellos ciudadanos para entonarse de uvas antes de la faena; pero unos franchutes, que manejaban en la plaza Mayor un cañón con el que hacían fuego hacia la calle Toledo, vieron caerles encima una jábega de energúmenos morenos, patilludos, tatuados y vociferantes, que a los gritos de "¡Viva el rey!" y "¡Muerte a los gabachos!" se los pasaron literalmente por la piedra de amolar, dándole ajo a siete. En pleno escabeche, por cierto, se incorporó a la peña otro preso del talego del Puente Viejo de Toledo, que se había abierto sin ruegos ni instancias, por la cara. Se llamaba Mariano Córdova, era natural de Arequipa, Perú, y tenía veinte años. Venía buscando gresca y se les unió con entusiasmo. Ya se sabe: Dios los cría.

El zafarrancho de la plaza Mayor duró un rato, y tuvo su aquel. Los presos dieron la vuelta al cañón de los malos y le arrimaron candela a un escuadrón de caballería de la Guardia Imperial que cargaba desde la puerta del Sol. Al cabo, faltos de munición, inutilizaron el cañón y se desparramaron por las callejuelas del barrio, cachicuerna en mano, buscándose la vida. Entre carreras, navajazos y descargas francesas, palmaron el peruano Córdova y el ilustre manolo del barrio de la Paloma Francisco Pico Fernández. Su compañero Domingo Palén resultó descosido de asaduras y acabó en el Hospital General, y dos presos más se dieron por desaparecidos y, según los testigos, por fiambres. Pero lo más bonito, lo pintoresco del colorín colorado de esta singular historia, es que, de los cincuenta y dos restantes, sólo uno faltó al recuento final. Entre aquella noche y la mañana del día siguiente, cincuenta y un cofrades regresaron a la Cárcel Real, solos o en pequeños grupos. Me gusta imaginar a los últimos llegando al alba -alguno visitaría antes a la parienta, supongo- exhaustos, ensangrentados, provistos de armas y despojos franceses, con los bolsillos llenos de anillos, monedas gabachas, dientes de oro y otros detallitos, tras haber hecho concienzudo alto en cuantas tabernas hallaron de camino. Con una sonrisa satisfecha y feroz pintada en el careto, supongo. Cincuenta y un presos de vuelta, y sólo uno declarado prófugo. Cumpliendo como caballeros, ya ven. Gente de palabra.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Marina Núñez (Palencia, 1966)



“Las histéricas, medusas, momias, monstruas o cíborgs, que pertenecen a ese bando de los anormales, son sin duda una redundancia, un añadido de locura, perversidad, enfermedad o monstruosidad para aquellas que ya son definidas como poseedoras de una razón escasa y turbia y de unos cuerpos grotescos y descontrolados. En ese sentido, intentan poner en evidencia que el cuerpo e identidad femeninos son anómalos según la mirada masculina que los ha construido. La representación de lo monstruoso, de lo disonante, de lo repudiado es, como explica Remo Bodei, una forma de denunciar la violencia excluyente del canon, que bajo su apariencia bella e inocua esconde la persecución implacable de lo diferente.” (Marina Núñez)


Vivimos en un era en la que los seres humanos no dejamos de abrir nuevos campos tecnológicos que están cambiando, no solo la percepción que tenemos de nuestros entornos cada vez más virtuales, sino también la idea que tenemos de nosotros mismos, es decir, de nuestra propia identidad, un territorio que siempre ha estado plagado de dudas y en el que ahora es casi imposible encontrar una mínima certeza a la que agarrarse.

De algo de todo eso habla la obra de Marina Núñez, una artista palentina colocada por derecho propio entre los creadores más poderosos de nuestro arte contemporáneo, y en la que combina técnicas tradicionales con los nuevos lenguajes muy apoyados en ese mundo tecnológico. Todo eso sin renunciar a un compromiso social especialmente con el que tiene que ver con la visibilidad del universo de la mujer. Como escribe José Jiménez en su artículo Alien, dedicado a la obra de esta artista, la figura de la mujer “ocupa un espacio central en ese mapa de exclusiones, una forma de resaltar en la imagen el lugar relegado que tradicionalmente se le ha asignado en la historia de nuestra cultura”.


Y continúa: “Advertimos entonces con qué intensidad esas figuras que portan el signo de la exclusión nos hablan de un mundo alternativo, de la posibilidad de ir más allá de las certeza repetitivas, alienantes, banales, que configuran el universo de la imagen indistinta de la sociedad de masas. La cuestión de la identidad se abre a la experiencia de la metamorfosis: yo soy yo y mi otro. Cuerpo e imagen. Masculino y femenino. Cuerdo y loco. Normal y monstruo. Nativo y extranjero. Ser humano y máquina. Terrícola y alien.”

Una obra que se mueve en un territorio de ciencia-ficción, de un universo post humano, en el que la identidad tiene que ser reformulada para adaptarse a nuevas circunstancias, a un nuevo territorio habitado por seres en mutación, híbridos en los que los límites se disipan, se interrelacionan y desparecen ante nuestros ojos sin que podamos hacer nada por evitarlo.

Seres que, por otro lado, aparecen serenos, lejanos en su belleza serena, ubicados en contextos de referencias difusas, en espacios no referenciales, entre la luz y la sombra y paisajes después de la destrucción de aire hostil, onírico, surrealista.

“Las nuevas tecnologías, muy especialmente la informática y la biotecnología, están situando al ser humano en una encrucijada de cambio sin precedentes. Órganos de los sentidos extendidos en el espacio y el tiempo gracias a la red, prótesis y modificaciones genéticas que hacen de nosotros seres híbridos y artificialmente viables, un nuevo paradigma que nos define como flujos de información… algunos tópicos de la ciencia ficción son actualmente realidad. Pero aunque las películas de ese género nos han acostumbrado a las imágenes de espectaculares transformaciones fisiológicas que reconfiguran el cuerpo humano, rara vez intentan especular sobre qué implicarían –implican ya- estos cambios en nuestra subjetividad. Oscilando entre la tecnofilia y la tecnofobia, entre el deseo y el temor, estamos construyendo una nueva forma de entender nuestra identidad, que algunos filósofos o historiadores han llamado posthumana.” (Marina Núñez)

domingo, 7 de febrero de 2010

Goran Bregovic, ¡A la carga!



Su madre era ortodoxa serbia, su padre católico croata, él nace en Sarajevo y su mujer es bosnia. Es decir, que viene de ese conglomerado cultural que se intento acrisolar en ese país artificial al que se llamó Yugoslavia, y que terminó saltando por los aires de una forma muy dramática. Todo un complejo cultural arraigado en esa zona del mundo, los Balcanes, de la que alguien dijo que produce más historia de la que es capaz de consumir.

Y todo eso se refleja en la música de Goran Bregovic, un antiguo estudiante de filosofía que iba para profesor de marxismo en la antigua Yugoslavia, hasta que la música le convirtió, junto con su grupo Bijelo Dugme, con el que tocó durante 15 años, en un ídolo del rock en su país, eso después de que a los 16 años decidiera dejar sus estudios de música para pasar a aprender sobre el escenario.

La tradición musical balcánica tiene en su base la producida por las bandas de viento metal del ejército turco, que dejó su impronta en toda la zona balcánica, y algo de la religión musulmana en Bosnia Herzegovina. Ahí está la base de las bandas formadas por personas de la etnia gitana y que tanta impronta han dado a la música de esa parte de Europa. Eso lo retoma Bregovic y le suma la base roquera que tan bien conoce, y le sigue añadiendo esas voces búlgaras absolutamente maravillosas, y luego nos encontramos, como es el caso de su último disco, Alkohol, con unos violines que son tocados a la forma judía tradicional (klezmer), a la forma de la Europa occidental católica, y a la forma oriental, en un crisol absolutamente maravilloso.

Después de dejar el grupo, Bregovic iniciará una relación seminal con el director de cine, y también roquero, Emir Kusturica, para quien compondrá la música de películas como El tiempo de los gitanos (Les temps des gitanes), El sueño de Arizona (Arizona Dream), o Underground, películas todas ellas en las que el talento musical y cinematográfico de esta pareja, brilla a unos niveles realmente destacados, como en La reina Margot, película del francés Patrice Chéreau.



Periodo que dio paso a un regreso triunfal a los escenarios con su Banda de bodas y funerales, que le ha colocado en la cima de la World Music, gracias a un talento desatado que se puede apreciar en sus discos y, mucho más claramente, en unos directos absolutamente descontrolados, con una música que nuestra alma reconoce y a la que nuestro cuerpo no puede resistirse en absoluto y parece cobrar vida propia sin que seamos capaces de controlarlo. Podríamos usar ese tópico y decir que es una música capaz de levantar a un muerto. Eso no es posible, pero lo que sí es posible es notar la inyección de vitalidad directamente en las venas y notar como no podemos controlar el instinto de movernos al ritmo de una música endiablada, pero que también contiene momentos de profunda sensibilidad balcánica.

Eso último se puede escuchar en temas como Ederlezi o en directo, con las voces de las mujeres búlgaras que le suelen acompañar en unos conciertos que tiene la costumbre de cerrar con un tema ya mítico titulado Kalashnikov, un tema que se inicia con el toque de carga de la caballería de los Estados Unidos, mientras anima al público de habla hispana a gritar ¡A la carga!, e iniciar ahí la descarga final de adrenalina mientras suena un tema con una gran carga irónica.

Tampoco la ópera se escapa del talento de Bregovic, quien ha compuesto una ópera gitana titulada Karmen with a happy end (Carmen con un final feliz), basada en la inmortal obra de Bizet, aunque trasladada a la época contemporánea y en la que se tocan temas como la prostitución, la historia de esas mujeres balcánicas que son vendidas como mercancía por los tratantes de blancas. Desenfreno y sensibilidad, y diversidad de opiniones entre quienes han tenido la fortuna de verla sobre el escenario, repartida en otra grabación memorable.



Alkohol: sljivovica y champagne, es el título del último disco hasta el momento de Bregovic, un disco con el que el músico revisita algunos de sus temas más conocidos, e incluye otros nuevos. Con todo ello quiere recordar aquella música popular que nació en torno a la fiesta y al consumo de alcohol, aunque recuerda en el libreto del disco como el alcohol fue la causa de la ruptura de su familia.

Una parte del disco está grabada en la localidad serbia de Guca, en la que todos los veranos se convoca un concurso de bandas de música que dura tres días, durante los cuales los 150.000 espectadores que se calcula que se llegan a reunir allí, disfrutan comiendo, bebiendo y escuchando música.

Y cierro cediendo la palabra al músico: “Si fuera un compositor de música clásica checo, no podría llamar a un disco ‘Alkohol’. Pero en la cultura de la que vengo, la música siempre se hizo para beber. No tenemos música clásica. En los tiempos en que Monteverdi componía sus óperas, nosotros tocábamos con un instrumento de una sola cuerda. Dicen que era con el que Homero acompañaba la ‘Ilíada’ y la ‘Odisea’. Así que esta grabación es solo una pequeña contribución a esa tradición de música para beber”.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Napola (Denis Gansel, 2004)


National Politische Erziehungs Anstalt (Institutos de Enseñanza Nacional y Política), más conocida por su acrónimo Napola, fueron unas instituciones que Adolf Hitler propició al poco tiempo de hacerse con el poder en Alemania, y por las que pasaron unos 15.000 jóvenes destinados a ser los dirigentes del Reich de los Mil Años que planeaba el megalómano dictador.

Alrededor de una de esas instituciones, en las que durante 9 años se adoctrinaba en el amor a la patria y el odio al débil, el director alemán Denis Gansel construye una historia que se desarrolla entre el verano y el invierno del año 1942, una fecha que resultaría decisiva en el devenir bélico y también para la vida de los dos protagonistas principales de la película, dos adolescentes de 16 años.


Friedrich es un joven que destaca en el mundo del boxeo, y eso despierta el interés de un profesor de una Napola que le ofrece entrar en esa escuela de élite en la que sólo se admite a los mejores, según sus cánones, y con ello dar un cambio radical a una vida que parecía no tener más salida que ser obrero en la fábrica de su padre, que se opone, en vano, a las pretensiones de su hijo.

Albrecht, por el contrario, es hijo de un dirigente nazi, y que ya conoce el mundo de las Napola. Un joven que prefiere cultivar su afición literaria que los músculos, y que pone por encima del lavado de cerebro, la amistad y todo aquello que nos hace más humanos, para gran disgusto de su padre.


Alrededor de la amistad entre dos chicos tan diferentes, Gansel va construyendo una historia que transcurre sin sobresaltos, a la que le faltan aristas que nos hagan implicarnos emocionalmente con ellos, pero que sirve como testimonio de unas instituciones demenciales, en las que se sometía a los jóvenes a un constante entrenamiento físico, una disciplina más que férrea en la que el miedo es un mecanismo habitual, y un lavado de cerebro continuo para inculcarles la demencial doctrina nazi.

El contacto con la realidad que se esconde detrás de los imponentes muros del castillo que acoge a la escuela, demostrará a Friedrich que conseguir un sueño no está exento de oscuridad, y que, en este caso, el precio a pagar es demasiado alto, es el desprecio por la vida de otros seres humanos y algunas experiencias le pondrán cara a cara con la esquizofrenia de un régimen educativo basado en el castigo y la humillación.


Albrecht es un joven “demasiado débil”, como dirá en un momento determinado su propio padre, para los estándares del régimen, y eso le terminará por convertir en víctima en medio de la indiferencia general. Después de pasar por esa escuela (incluso hubo tres para mujeres) la vida de los personajes se modificará radicalmente. Sin ser una película extraordinaria, sí está bien echarle un vistazo para conocer un poco más los esquizoides mecanismos que llegan a poner en marcha las dictaduras sean del color que sean.