martes, 14 de junio de 2011

La colina (The hill, Sidney Lumet, 1965)


La reciente muerte del genial cineasta Sidney Lumet, nos ha dejado a todos los amantes del cine sin una de las figuras de referencia capaz de debutar con un extraordinario fresco de relaciones humanas como es Doce hombres sin piedad, la historia de un jurado obligado a tomar una decisión de inocencia o de culpabilidad en un espacio claustrofóbico y en el que cada uno de ellos sacará a la luz diferentes aspectos de sus personalidades.


Algo de eso también lo hay en La colina, una película no demasiado conocida de la filmografía de Lumet, en la que vuelve a colocar a un grupo de personajes en un ambiente claustrofóbico, extremo y duro. Para esta película eligió una prisión británica en medio del desierto libio durante la Segunda Guerra Mundial. Allí los sargentos carceleros hacen gala de toda una suerte de crueles castigos para reconducir las conductas de los prisioneros.


A la prisión acaba de llegar un nuevo sargento, Williams procedente del cuerpo de prisiones civiles de Inglaterra, llegada que va a coincidir con la de un grupo de cinco prisioneros entre los que está el sargento paracaidista Roberts, al que interpreta magistralmente Sean Connery, cuyo delito es el de haberse negado a enviar a sus compañeros a una muerte segura por las órdenes de un oficial estúpido. La consecuencia de todo ello fue que sus camaradas cayeron bajo el fuego enemigo y él trasladado a prisión por no haber obedecido.


En medio de patio de la prisión se eleva una colina de arena, bordeada por muros de piedra, construida por los propios prisioneros y por la que los carceleros obligan a los reclusos a subir y bajar con todo el equipo a cuestas, como si de Sísifo se tratara condenado por los dioses a subir una pesada piedra a los hombros hasta lo alto de una montaña, para luego ver como la piedra se le caía cada vez que llegaba lo que le obligaba a volver a empezar cada vez con el castigo.


Algo así ocurre con los suboficiales de la prisión, convertidos en dioses vengadores, dispensadores de castigos desproporcionados a la falta cometida, todo en nombre de unas ordenanzas convertidas, paradójicamente, en el yugo que tienen que portar los captores, de tal forma que todos los personajes acaban siendo prisioneros de algo.


La crueldad se va a centrar en aquel al que detecten como diferente, y así la integridad de Roberts será intolerable para un sargento Williams del que Lumet apenas si nos muestra la cara en ningún momento lo que acentúa la indignidad del individuo. Stevens será otra víctima propiciatoria por su debilidad y no parará hasta conducirlo a la muerte, mientras que Jacko King, ciudadano británico pero de color, será objeto de toda clase de comentarios racistas.


Con un oficial médico sin personalidad y un comandante únicamente preocupado por las prostitutas, en la cárcel se genera un microcosmos opresivo, de calor sofocante, de crueldad ilimitada que hacen que la incomodidad y la rabia del espectador no dejen de aumentar en las dos horas aproximadas de metraje, hasta llegar a un desenlace final doloroso.

No hay comentarios: