domingo, 17 de mayo de 2009

El corrector (Ricardo Menéndez Salmón, Seix Barral, 2009)

Los hombres, sin excepción, negros y blancos, felices y tristes, inteligentes y necios, somos así: enarbolamos banderas que otros odian, adoramos dioses que ofenden a nuestros vecinos, nos rodeamos de leyes que insultan a quienes nos rodean. La consecuencia es fácil de deducir: de vez en cuando, haga sol o nieve, en democracia o bajo la égida de algún fascista disfrazado de inspector de Finanzas, estrellamos aviones contra rascacielos, bombardeamos países pobres de solemnidad y nos embarcamos en cruzadas tan atroces como injustas.

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Nunca he comprendido a quienes afirman que la infancia es el paraíso del hombre. Mi infancia fue triste. La abundancia material que me rodeó, incluso el afecto de las personas que cuidaban de mí, jamás consiguió librarme del aburrimiento, pues desde muy pronto comprendí cuál es la verdadera maldición de la vida. La verdadera maldición de la vida no es el trabajo, ni el sinsentido de la existencia, ni siquiera el dolor o la enfermedad: la verdadera maldición de la vida es el tedio. Sólo quien vence al tedio ha vivido, sólo quien es capaz de hacer algo distinto a matar el tiempo merece decir “he vivido”

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Pero en realidad la libertad es un incordio. Casi todas las personas nos pasamos la vida luchando por ser libres para descubrir, en el momento en que la libertad se nos concede, que la libertad es una cosa muy difícil. Pronto, pues, nos rodeamos otra vez de obligaciones, contratos y servidumbres que, en general, nos otorgan una especie de invulnerabilidad. Hoy estoy convencido de que no existen personas que deseen la libertad. Las personas adquirimos hábitos y contraemos deudas con la mayor rapidez posible. Felices de pertenecer a Leviatán, hemos nacido para el rebaño.

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Una y otra vez somos burlados, despojados de nuestro honor, compelidos a comulgar esa hostia llena de náusea que ellos llaman democracia, justicia o libertad. Todas esas palabras, en realidad tan profundas que deberían quemar la lengua del que las pronuncia sin respeto, han perdido su significado, al punto de que suenan en nuestros oídos como la canción del verano o como una plegaria aprendida en la catequesis cuando niños.

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En realidad, como cualquier ser humano, necesito de un conjunto más o menos abigarrado de creencias a las que sentirme atado como un bote a su pantalán. Hay quien se vincula a un dios con cara de viejo terrible; otros lo hacen al intangible murmullo del patrón oro; yo, a fecha de hoy, me refugio en el afecto de mi mujer y en ciertos libros. No miento. Para mí el paraíso incluye una biblioteca sin cercas de espino ni cepos visibles, un vientre de ballena donde algún azar bondadoso me ha arrojado para la eternidad. Todo es polvo, deseo y silencio, y una luz cruda, cenital, que conduce por largas escaleras de caracol hasta el Walhalla de los ilustrados. Y el olor…

Porque el olor del libro es la quintaesencia de todos los olores, la geografía del héroe, el trópico de la quietud y los bosques nemorosos. Todo libro es pasaje. Cuando abro un volumen y aspiro sus páginas, ya no estoy allí. Mucha gente no puede entender que Tucídides huela a aurora de islas griegas, pero así es. (Nunca he estado en Grecia, pero mi convicción es irrefutable precisamente porque es irracional.) Se puede vivir sin leer, es cierto; pero también se puede vivir sin amar: el argumento hace aguas como una balsa capitaneada por ratas. Sólo quien ha estado enamorado sabe lo que el amor regala y quita; sólo quien ha leído sabe si la vida merece la pena de ser vivida sin la conciencia de aquellos hombres y mujeres que nos han escrito mil veces antes de que naciéramos. Y que nadie se sonría ante estas líneas. Por una vez, y sin que sirva de precedente, han sido escritas sólo desde la emoción. 

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Todo tiempo posee sus signos, sus emblemas, sus cábalas. El nuestro ha hecho del miedo su estandarte, su venero de dolor, su firmamento. Navegantes de la galaxia de la sospecha, adustos, desconfiados, llenos de rencor hacia el prójimo, deambulamos los que un cercano día nos sentimos solidarios del final de la Historia pero hoy, desesperadamente, como topos en una construcción cuya fisonomía hubiera cambiado de la noche a la mañana, buscamos un resquicio por el que huir este intolerable tiempo cíclico que nos acosa.

En aquella estación de llegada en la que llevábamos viviendo hacia al menos una década, desde la caída de la Unión Soviética y la conquista del mundo feliz de un capitalismo sin edulcorantes, y hasta que unos fieles que rezaban a Alá, el Compasivo, decidieron penetrar en avión por las cristaleras del paraíso y poner de nuevo en marcha los relojes, todos –hombres y mujeres, argivos y troyanos, obreros y burgueses, pies negros y sangre azul- nos habíamos ido congregando en la multitud de mercados que celebraban la plasticidad de nuestra cultura y la versatilidad de nuestro talento. La salvación, el premio a toda una vida dedicada al trabajo, parecía residir entonces en la posibilidad de escoger entre la infinidad de objetos que desfilaban ante nuestros ojos. Cualquier cosa que hubiéramos soñado (huesos musicales, muñecas masturbatorias, delfines de titanio) ya había sido inventada por alguien. Nuestros ingenieros se anticipaban a nuestros sueños; la alquimia era una propiedad del mercado; los banqueros eran los nuevos nigromantes. El deseo era un virus inoculado en nuestra corriente sanguínea, una propiedad de nuestro código genético, el quinto aminoácido sobre el que se erigía la vida. En una palabra, éramos rehenes de nuestra felicidad, que se nos imponía como un deber, no como un derecho.

4 comentarios:

CASANDRA dijo...

me impacta, me remueve. mucho.. para decir algo coherente. Vamos por parte: es cierto, el tedio NOS MATA!!!! besos

Alfredo dijo...

Algunas veces el tedio crece y se apodera de la ciudad, cantaba hace ya un número respetable de años Ana Belén. Menos mal que tenemos novelas como esta para espantarlo bien lejos. Más que recomendable.

Por cierto, hoy he ido a un concierto de Víctor Luque, un guitarrista y cantante asturiano ya con 75 años, y que, entre otros sitios, vivió en Uruguay y nos cantó un tema de Citarrosa y otro de Mercedes Sosa, que seguro que te suenan jejeje. Lamento no recordar los títulos.

Besotes!!

Fuga dijo...

Por los retazos que nos has dejado pinta muy bien, creo que necesito otra vida para poder acabar todo lo que tengo entre manos.

Abrazo sin tiempo.

Alfredo dijo...

Los libros de este asturiano se leen muy bien y rápido, lo que no quiere decir que sean simples ni mucho menos, sino todo lo contrario.

Ánimo y échale un ojo que no te vas a arrepentir.

Un beso!!