







El primer hito en su carrera será su traslado a Nueva York, donde entrará en contacto con el M’Base Collective, y se relacionará con el saxofonista Steve Colleman y su grupo Five Elements en la que el funk, el free jazz y el rap se daban la mano. Luego llegará al trío New Air, formado por el multiinstrumentista Henry Threadgill, el contrabajista Pheroah Aklaff y el baterista Steve McCall. Eran los primeros años 80. Cassandra grabará su primer disco propio en 1985, al que tituló Songbook, para el sello JMT, pero no será hasta que la fiche el mítico sello Blue Note, cuando empiece a despegar la carrera en solitario de Cassandra Wilson.
Para ese sello grabará Blue Light Til Dawn en 1993, un disco que fue acogido con absoluto entusiasmo por la crítica especializada, y que se terminó por convertir en la auténtica piedra central sobre la que edificar su posterior carrera musical, a lo largo de toda la cual ha hecho gala de una enorme personalidad subrayada por una voz capaz de adaptarse a una amplia variedad de estilos, hasta conformar una forma de hacer especial, peculiar, que la ha llevado a los altares del jazz para ser considerada a la misma altura que grandes divas como Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan o Betty Carter.
En la carrera de Cassandra Wilson uno se puede encontrar de todo. Desde discos en los que explora los orígenes del jazz y del blues del profundo sur de los Estados Unidos, hasta otros en los que explora la conjunción con los sonidos electrónicos, el electro-pop, el funk y otros.
Y vuelvo a tomar prestadas las palabras de Diego A. Manrique cuando escribe: "Frente al escaso vuelo creativo de tanta princesa-del-jazz, Cassandra Wilson inventa confluencias y amasa texturas. Su música tiende hacia un presente orgánico, tapizado por percusiones imposibles, donde el funk suena acústico y los blues se construyen con la materia de los sueños. Según su disco de 1995, ella era la Nueva hija de la luna; luego, Cassandra miró hacia el Ombligo del sol. Ella sabe, ella quiere, ella puede." No hay nada más que añadir.
(Artículo publicado originalmente en la revista digital Alenarte)
Un lugar en el tener la ilusión de que se puede perder todo y se puede seguir manteniendo la dignidad, en el que poder ponerse las luces de neón como ropaje glamoroso que esconda las vergüenzas propias y ajenas, una ciudad que siente un horror patológico al vacío, donde todo es excesivo, ampuloso, de un gusto barroquizante empachante. Unas fotografías en las que la figura humana está ausente o convertida en reclamo de placeres efímeros, inciertos, por los que transitar rápidamente, al ritmo de una ruleta que gira sin detenerse en ningún momento.
Una ciudad sin memoria anclada en un presente permanente, que pone el temblor en la punta de los dedos de unos visitantes que van en busca de su particular tierra prometida, del gran premio de sentirse elegidos por esa pagana divinidad que marca la ley en esa tierra de frontera: el azar. Nada es real, todo está regido por el azar en un territorio propicio para el desconcierto y donde todo se ha convertido en un simulacro de la propia sociedad de consumo.