Corre el año 1995. Estadio Ellis
Park en Johannesburgo (Sudáfrica). Final de la Copa del Mundo de Rugby. En 1994
Nelson Mandela, después de haber sido liberado de la prisión en 1990, se
convierte en el primer presidente sudafricano negro y además elegido por
sufragio universal. En ese momento, de facto, el régimen del apartheid
sudafricano llega a su final.
Esas son algunas de las
coordenadas de una historia a la que Clint Eastwood llega a través de Morgan
Freeman, actor que llevaba ya un tiempo intentado llevar al cine el libro de
John Carlin Playing the Enemy: Nelson Mandela and the Game That Changed a
Nation (Jugando con el enemigo: Nelson Mandela y el partido que cambió una
nación).
Recién llegado al poder Mandela,
Sudáfrica está en una situación interna bastante difícil por los años de
opresión sufridos por la mayoría negra, mientras es la minoría blanca la que
todavía conserva todos los recursos del poder en el país. Así las cosas,
Mandela tiene la visión de utilizar el deporte, concretamente el rugby, como
ese pegamento social que convierta a Sudáfrica en una auténtica nación arco
iris.
Empresa dificultosa en tanto en
cuanto el rugby siempre había sido un deporte de blancos, mientras que los
negros jugaban más al fútbol y, literalmente, odiaban a una selección de rugby
en la que únicamente había un jugador negro. Además, se trataba de un equipo
que estaba obteniendo malos resultados deportivos y por el que nadie daba un
euro en la Copa del Mundo.
Mandela y Pienaar, el capitán del
equipo, se embarcan en una aventura de futuro incierto que les tendrá que
llevar a algo más que a ganar la Copa del Mundo, les tendrá que llevar a unir a
blancos y a negros bajo una nueva bandera, la bandera de la igualdad y de la
libertad para todos por igual.
Son buenos mimbres para una
película de tono épico deportivo, sin embargo, Eastwood esta vez nos deja un
trabajo para mi gusto simplemente correcto, demasiado plano porque todo es
estupendo, todo avanza sin mayores sobresaltos y va por el camino trazado sin
obstáculos de importancia. Casi parece que todo está narrado a mayor gloria de
Mandela, al que por cierto da vida el propio Freeman en una interpretación de
altura, y de la nueva Sudáfrica.
Los diálogos no aportan gran cosa
y los momentos de mayor épica se quedan a medio camino, sin terminar de
convertirse en las puntas de lanza que atraviesen el pecho del espectador y le
involucren definitivamente en la suerte del equipo, salvo por algún momento de
la gran final. No termina de ser una película aburrida pero sí es decepcionante
teniendo el cuenta el magnífico currículo que acumula el Eastwood director en
un trabajo en el que parece que se limita a cumplir con limpieza el encargo
mientras está pensando en otra cosa.