Fallecido en 1997, Samuel Fuller
fue un periodista que terminaría llegando al territorio del cine y de la
producción televisiva, con un paso intermedio por la Segunda Guerra Mundial
recorriendo los diferentes teatros de operaciones militares desde los desiertos
de Túnez hasta las playas de Normandía.
El mismo recorrido que traza
Fuller para los fusileros de esa unidad de choque conocida como Uno Rojo y en
la que combatió el propio Fuller. De ahí que las vivencias de los soldados se
puedan entender como una suerte de autobiografía (incluso uno de los personajes
tiene veleidades literarias y se considera como el alter ego del director)
bélica.
Sobrevivir es la única gloria que
se puede sacar de una guerra se repite en varias ocasiones a lo largo de la
película. Una frase sarcástica, al mismo tiempo que real, capaz de encajar
perfectamente en el tono cínico, surrealista y de humor negro con el que están
teñidas muchas de las situaciones de la película.
Una historia circular que se
inicia en la Primera Guerra Mundial al pie de un Cristo de madera sin ojos, en
el que el personaje al que da vida Lee Marvin, casi muere a los pies de un
caballo desbocado después de haber matado a un soldado alemán que quería
rendirse mientras decía que la guerra había acabado. El cabo americano no se lo
cree y lo mata.
El fina de la película intenta
servir como una reparación de ese hecho con casi 30 años de retraso, pero eso
ya no es posible, y es que cuando alguien ha pasado por una guerra son muchas
las cosas que se le quedan dentro. Un film de aire antibélico en el que muchas
de sus escenas transcurren en silencio y solo una voz en off nos da alguna
información acerca de los soldados, de ese pelotón que está siempre en
vanguardia y que, de vez en cuando, se cuestiona si lo que hace es simplemente
matar o si habrán entrado de lleno en el terreno del asesinato.
Ya sabemos que en una guerra cabe
todo excepto esas disquisiciones filosóficas, máxime cuando ni siquiera se sabe
el nombre del soldado que acaba de morir a tu lado, y solo el pelotón es
importante para asegurar la supervivencia de uno, el objetivo que todos
comparten. De hecho el nombre del personaje de Lee Marvin solo lo conoceremos
como “El sargento”.
No hay más, no importa, solo hay
que matar para no morir y si eso equivale a tener que disparar sobre un
compañero que tiene miedo para que se vuelva a poner en marcha, pues se hace y
punto, porque está comprometiendo la supervivencia de los demás aunque sea al precio
de su propia muerte.
Lo absurdo de la guerra se pone
radicalmente de manifiesto en la escena del combate en el interior de un
psiquiátrico, cuando uno de los internos, que tiene tras de sí una reproducción
de la Última Cena de Leonardo da Vinci, empieza a disparar un arma mientras
grita “estoy sano, estoy sano”.
Humor negro en escenas como la
del parto en el interior de un tanque rodeado de muertos, y los condones
utilizados como guantes; un francotirador que apenas es un niño que cuando es
azotado cambia su vivas a Hitler por un grito desesperado llamando a su madre;
o esos campesinos ya jubilados dispuestos a oponerse a los americanos con sus
instrumentos agrícolas y a los que unos disparos al aire disuaden de forma
inmediata.
Y el horror de descubrir los
campos de exterminio, un horror que nos llega de una forma meridana a pesar de
contárnoslo con una gran contención de medios, no hace falta que veamos
montañas de cadáveres o cuerpos devorados por el hambre y el maltrato, basta
con los ojos, con esas miradas perdidas en el miedo, y ese humo que sale de una
chimenea. No hace falta más.