viernes, 30 de septiembre de 2011
miércoles, 28 de septiembre de 2011
Palacio de Villanueva (Llanera, Asturias, España)
Si ya en 1982
el fallecido profesor de la Universidad de Oviedo Soto Boullosa, afirmaba que
la situación en la que se encontraba este edificio era tremendamente precaria,
ni el hecho de que desde 1995 cuente con la declaración de Bien de Interés
Cultural, ha ayudado a frenar un deterioro muy próximo al nivel de
irreversible.
Se trata de uno
de los mejores ejemplos de palacio nobiliario insertado en el medio rural de
toda la región y que se nos muestra magnífico aun en su estado ruinoso.
Construcción
patrocinada por una familia Valdés cuya vinculación con Llanera hay que
buscarla en el siglo XII. Su implicación política hará de los Valdés una de las
familias relevantes de la Edad Media asturiana, aunque llegados al siglo XVII
la rama de los Valdés que seguía asentada en Llanera ya no tiene el mismo
esplendor.
La iniciativa
de la construcción del palacio fue debida al impulso del matrimonio formado por
Andrés de Valdés, escribano de Llanera, y María Alonso de Quirós, responsables
además de la fundación del mayorazgo de Villanueva en 1620.
Nos encontramos
ante una edificación inscrita dentro de postulados clasicistas, de
volúmenes claros con una fachada principal de dos pisos flanqueada por sendas
torres de cuatro alturas, separadas por unas sencillas líneas de imposta que se
convierten en uno de los escasos elementos decorativos de la construcción,
junto con los vanos y los escudos, elementos estos últimos que parece que no
formaron parte del palacio hasta el siglo XVIII. Son los elementos heráldicos
de las familias Valdés, Bernaldo de Quirós y Navia-Osorio.
El esquema
constructivo nos muestra un portalón de entrada de buenas dimensiones, lo que
permitía la entrada de carros para facilitar la descarga de su mercancía en alguna
de las dos estancias comunicadas con el primer piso de las torres. Sobre la
puerta de entrada al palacio tres vanos rectangulares con barandilla de madera
nos dicen que ahí estaba el salón.
En las torres,
rematadas con mansarda, el ritmo de los vanos es de 1-1-2-3, rectangulares los
de mayor tamaño y cuadrados los más pequeños. A la altura del tercer piso el
espacio entre ventanales es ocupado por los escudos nobiliarios.
El tono
amarillento del sillarejo con el que están construidos los lienzos murales,
contrasta de una forma pintoresca con los tonos claros de los sillares bien
escuadrados con los que se privilegia a las esquinas y los distintos vanos.
Los espacios de
habitación interiores cuentan con un patio como elemento centralizador, esta
vez formado por una docena de columnas de orden toscano, a cuya parte superior
se accedía a través de una magnífica escalera de piedra, uno de los escasos
elementos que aún se conservan en pie. Los espacios interiores se organizarían
en torno a un patio ligeramente desplazado de lo que sería el centro geométrico
del edificio, cerrado con un muro telón.
La importancia
dada a la fachada principal se remarca con la construcción de la capilla
dedicada a Nuestra Señora de Villanueva, adosada a la torre oeste del conjunto.
Desde el punto de vista constructivo, la capilla es de planta rectangular
originalmente cubierta con una bóveda que no se ha conservado, con sendos
contrafuertes de buen desarrollo al exterior.
Desde el
segundo piso de la torre se podía acceder directamente a una pequeña tribuna,
como demuestra la existencia de una puerta hoy tapiada, y los arranques de las
vigas de madera que sostendrían esa estructura. Se completa la edificación con
una espadaña y una sacristía adosada a la zona del altar.
domingo, 25 de septiembre de 2011
El country-pop de Lady Antebellum
La verdad es que ahora mismo no
soy capaz de recordar de qué forma, o a través de qué medio, entré en contacto
con este trío de Nashville (Tennesse). Supongo que eso no tiene ninguna importancia
para lo que va a venir a continuación ¿o sí?. Lo siento, soy incapaz de dar
respuesta a mi propia pregunta en algo que seguramente que no va a entrar en el
Olimpo de los párrafos de apertura de un artículo.
Hace ya un buen puñado de años
(uno ya empieza a tener memoria), un amigo me dijo: “la música ideal para estar
en la carretera es el country”. Una afirmación con la que no podía estar (y lo
sigo estando) más de acuerdo. Un estilo musical que por estos lares no
terminamos de acoger con la generosidad que merece, lastrado como está por la
imagen de esos vaqueros y vaqueras, armados con una guitarra cantando a las
estrellas, las inmensas llanuras en las que pastan millones de vacas, mientras
rudos ganaderos añoran a su amada.
Algo de todo eso (las vacas no)
se recoge en las letras de este trío formado por Charles Kelly, Dave Haywood y
Hillary Scott, con la particularidad de que su música no suena al country
llamémosle, para entendernos, “clasico”, sino que le han añadido el toque de su
juventud para dejarnos unas melodías de aire pop, a ratos incluso con toques
rock y algún violín por ahí que nos recuerda melodías más propias del mundo
celta, eso sí, de una forma muy sutil y nunca como sonido principal ni mucho
menos.
Un grupo que con dos discos en el
mercado, Lady Antebellum (2008) y Need you now (2010), ha alcanzado en ambos
casos el triple disco de platino, mientras que en septiembre espera tener en el
mercado su tercer trabajo de estudio que llevará por título Own the night.
En todos los trabajos discográficos
de Lady Antebellum (todavía no lo he dicho, pero se formaron en 2006), nos
encontramos con unas melodías pegadizas y letras románticas muy pegadas a la
vida real, para hablarnos de viajes personales, sentimentales, de caminos que
tal vez no quede otro remedio que recorrer aunque duelan, de puentes que hay
que dejar atrás aunque las lágrimas no nos dejen ver bien el camino que tenemos
por delante.
Es el paisaje de la América
profunda, de pequeñas poblaciones en las que crecen amores a la sombra y al
sonido de la campana de la iglesia mientras en sol cae sobre la línea del
horizonte, ese horizonte promesa de algo que solo se puede alcanzar de la mano
del otro, de un mundo que, en lo bueno y en lo malo, no es un mal sitio para
vivir, para estar, para sentir.
Un lugar, un camino, un coche que
se para al lado de otro y la cara de una niña que deja en el aire una sonrisa
de chocolate le reconcilia a uno con el mundo. Son canciones que quieren ser
optimistas, que quieren contagiar energía, fuerza para seguir adelante y no
rendirse, porque aunque las carreteras a veces parecen cortadas y los puentes
los hemos quemado, siempre hay una opción, una posibilidad, un amor que está
esperando pacientemente nuestra llegada.
Esas cosas las he visto y las he
oído en las canciones de Lady Antebellum. He dicho.
viernes, 23 de septiembre de 2011
martes, 20 de septiembre de 2011
Fuego en la nieve (Battleground, William A. Wellman, 1949)
Un escuadrón de la división 101 aerotransportada el ejército de los
Estados Unidos está contando las horas que faltan para disfrutar de las
navidades de 1944 en París. Un descanso más que merecido para unos hombres que
venían combatiendo desde el desembarco de Normandía en junio de ese mismo año.
Ese es el punto de arranque de esta película clásica de cine bélico,
rodada muy poco tiempo después de los sucesos históricos que le dan carta de
naturaleza. El plácido discurrir de las horas de unos hombres cansados ya de la
guerra, se rompe cuando llega la orden de dirigirse a un pueblo, nadie sabe si
belga o luxemburgués, llamado Bastogne. Un lugar que se convertirá en
tristemente célebre por acoger una de las últimas grandes batallas de la
Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército alemán intentó su última ofensiva en
la zona de Las Ardenas.
La película se sale un poco de los caminos por los que transitaría el
cine bélico de las décadas más próximas al conflicto, centrado en destacar el
heroísmo de los soldados, su desprecio al peligro cuando se trataba de cumplir
con una misión y acabar con esos odiosos alemanes.
Y digo que Fuego en la nieve se aleja de esa visión porque nos muestra
a un grupo de hombres que tienen miedo, que sufren congelaciones, heridas
graves, hambre y todas las penalidades por las que pasan todos los soldados del
mundo.
Soldados a los que en pocas ocasiones vemos combatir de forma directa,
más ocupados en cavar trincheras, cambiar de posición en un bosque
fantasmagórico merced a una pertinaz niebla que favorece la ofensiva alemana.
Un escenario de bordes difusos a los que se asoman como fantasmas, soldados
alemanes camuflados para combatir en la nieve en una de las pocas acciones de
combate que nos ofrece la película.
El guión deja hueco para la ironía, para el humor y también para la
reivindicación de la memoria de un sacrificio, de los que cayeron en esa
batalla y de los que volvieron. Al inicio de la cinta, rodada íntegramente en
estudios, se dice que está dedicada a los bastardos apaleados de Bastogne,
frase anunciadora de que lo que vamos a ver es una historia que buscar más los
perfiles de la dura realidad que los de la épica del combate y del patriotismo
fácil.
Divertida es la escena en la que altos oficiales alemanes se dirigen a
los norteamericanos para pedir su rendición y la respuesta que reciben es
“nuts”, palabra que significa “nueces” pero que también se puede traducir por
“un cuerno”. El oficial alemán al no terminar de entender la expresión pregunta
si tiene un sentido afirmativo o negativo y se le responde que profundamente
negativo.
También es destacable la escena del pastor dirigiendo un rezo
colectivo en el que hace una reivindicación, ante soldados de diferentes
creencias religiosas, procedencias y grupos étnicos, de las razones por las que
están luchando todos juntos y sufriendo penalidades, razones que seguramente no
van a entender sus compatriotas y que tienen que ver con la derrota del
fascismo.
A pesar de estar nominada a un total de seis Oscar y de llevarse el de
mejor guión y mejor fotografía en blanco y negro, le película adolece de un
mejor desarrollo de las características psicológicas de unos personajes a los
que dan vida actores de segunda fila que en algún caso, parecen estar ausentes
de la película. Del mismo modo que el guión presenta algunas carencias que
hacen que el continuo de la historia se resienta y pase por momentos en los que
cae en la monotonía.
domingo, 18 de septiembre de 2011
Tino Sehgal (Londres, 1976)
Después de estudiar dos
disciplinas tan diametralmente opuestas como son la economía por un lado y la
danza por otro, este artista anglo-alemán ha venido desarrollando una peculiar
carrera artística que le está llevando a convertirse en un figura reclamada por
las principales instituciones museísticas y galerías del mundo. Una proyección
iniciada en Europa y capaz de prologarse hacia el otro lado del “charco” a
pesar de su juventud.
Una doble formación reflejada en
su obra según destaca Anne Midgette en un artículo publicado en el New York Times, en el que dice que las influencias definitorias del trabajo de Sehgal
“son más las de John Kenneth Galbraith y Walter Benjamin que las de Bruce
Nauman o Félix González- Torres”.
Y es que si bien en los títulos
de algunas de sus coreografías o performances, hacen referencia a la obra de
Nauman o Dan Flavin, la filosofía que está en la base de esas creaciones tiene
que ver con el pensamiento de Benjamin cuando este dice que el arte verdadero
tiene su base en el ritual, según destaca Midgette.
Unas acciones coreográficas
desarrolladas en el interior de museos o galerías, con prohibición expresa
acerca de la toma de imágenes de cualquier tipo, bien sean fotográficas o de
vídeo, y de las que no puede quedar ningún tipo de documentación alusiva a la
misma, ni siquiera de las condiciones de contratación con la institución que
sea. Contratación que se lleva a cabo de forma verbal y sin que medie ningún
tipo de documento.
Acciones de lo más variopintas
que van desde una pareja abrazándose y besándose imitando obras del pasado que
reproducen esas acciones, como El beso de Rodin, por ejemplo, al grupo de niños
que preguntan a los visitantes si piensan que eso es el progreso. Coreografías
que, al no tener el soporte visual, únicamente tienen lugar en un tiempo y en
espacio determinado, y solo se mantienen en el recuerdo del espectador que las
ha vivido, al que muchas veces se le invita a sumarse a la acción.
Rabiosamente contemporáneas, en
tanto en cuanto se desarrollan aquí y ahora, puede ser que nos encontremos con
un vigilante del museo o galería leyéndonos los titulares de la prensa del día,
en un refuerzo de esa contemporaneidad, de ese momento que está transcurriendo
en ese mismo instante y que ya nunca más va a repetirse. Otras veces deja que
un grupo de niños ocupe una sala vacía y sean ellos los que inviten a los
adultos que los ven a sumarse a sus juegos, y les deja la opción de decidir si
la acción ha sido un éxito o un fracaso.
Vuelvo otra vez al artículo del
New York Times para traer otro párrafo que encuentro ilustrativo acerca de la
obra de Sehgal: “Su trabajo se revela contradictorio en sí mismo. Es efímero al
mismo tiempo que queda fijado; intangible y caro, porque una parte del concepto
de su obra es que los intérpretes tienen que cobrar. Son obras creadas con un
rigor extremo y obsesivo, pero está sujeto al cambio, ya que la única grabación
que existe está en la mente de los espectadores”.
viernes, 16 de septiembre de 2011
miércoles, 14 de septiembre de 2011
Kamikaze: moriremos por los que amamos (Ore wa, kimi no tame ni koso shini ni iku, Taku Shinjo, 2007)
Peculiar película japonesa que en nuestro país entró directamente al
mercado del DVD sin pasar por la pantalla grande. Y digo peculiar porque no es
habitual encontrar en las estanterías de las grandes superficies películas en
las que los japoneses den su propio punto de vista acerca de la Segunda Guerra
Mundial.
En este caso el director opta por detener su mirada y su cámara en los
kamikazes, esos pilotos a los que se ordenó, a partir de 1944 cuando la suerte
de la guerra ya se decantaba claramente a favor de los aliados, estrellarse con
sus aviones contra los barcos de la Marina estadounidense en un intento por
revertir la situación bélica.
Taku Shinjo, tomando como base el libro de Shintaro
Ishihara también guionista de la película, opta por mostrar el lado humano de
los alrededor de 10.000 jóvenes obligados a convertirse en pilotos suicidas, en
ese viento destructor capaz de hundir los barcos de la flota enemiga.
La historia transcurre a través de la figura de Tome Torihama, una
mujer que regentaba una casa de comidas en las proximidades de la base aérea de
Chira, en Kagoshima, y a la que se la llegó a conocer como la “madre de los
kamikazes”, por las atenciones y cuidados que les prestaba en sus últimas horas
de vida a unos jóvenes que se nos muestran como eso, como jóvenes enamorados,
con ilusiones vitales, con miedo a morir, convertidos en carne del juego de un
general, en este caso del emperador, y lejos de la imagen del fanatismo que se
le supone a este tipo de personas capaces de inmolarse por alguna de esas
grandes palabras que tanto daño han hecho a la humanidad.
Jóvenes que se dan cuenta que su sacrificio va a ser inútil, pero la
presión de sus mandos e incluso de sus conciudadanos y familiares, les hace
asumir un papel que saben fatal y sin salida posible. A bordo de unos aviones
muchas veces precarios, esos pilotos dieron muestras de una valentía más allá
de lo razonable y algunos de los diálogos de la película van en esa dirección.
Generales cínicos mandan a los escuadrones a una muerte segura con la
total certeza de la inutilidad del gesto, algo que se pone crudamente de
manifiesto una vez que llega la derrota y solo unos pocos de aquellos jóvenes
podrán seguir con sus vidas con la pesada losa del recuerdo como equipaje.
Alguno incluso será incapaz de regresar a la patria y preferirá la soledad de
una isla abandonada cerca de Okinawa para pasar sus días, mientras otros
sufrirán problemas para mantener su vida familiar.
En definitiva, se trata de una película que sin terminar de ser
redonda, contiene momentos apreciables, y siempre tiene su interés conocer el
punto de vista japonés del conflicto mundial.
lunes, 12 de septiembre de 2011
Nikhil Chopra (Calcuta, India, 1974)
A punto de hacer su trabajo de
graduación en la Universidad de Ohio, en los Estados Unidos, este artista indio
sintió una especie de epifanía, así al menos lo define él mismo, que le llevó a
reencontrarse con sus raíces asiáticas y empezar a desarrollar unas originales
performances en torno a la idea de la identidad, del espacio, de la historia y
de los paisajes tanto naturales como urbanos.
Son tres los personajes
fundamentales a través de los cuales Chopra desarrolla sus acciones: sir Raja,
Yog Raj Chitrakar y el más reciente el tambor solista. Son personajes que
Chopra reconoce que tienen algo de autobiográfico.
“Mientras sir Raja es la
quintaesencia del rey o príncipe indio europeizado, Yog Raj Chitrakar es el
delineante o pintor de paisajes de la era victoriana o del cambio de siglo, que
viaja en expediciones como un explorador que escribe crónicas del mundo que
descubre”, dice el propio autor en su página web, en la que no da ninguna clave
acerca del tercero de los personajes.
Chitrakar está basado en la
figura de su abuelo, que tuvo la oportunidad de estudiar en Alemania y Gran
Bretaña en los años 30, y que durante años fue un apasionado pintor de los
paisajes de la Cachemira. De ahí que en las performances de Chopra aparezca
pintando los paisajes que le acogen, urbanos o naturales, y los pone en
relación con su propia historia o presente.
Pinturas que hace en la misma
calle o en el interior de una galería artística ataviado como si fuera uno de
esos británicos que en el siglo XIX tomaron posesión de la India para
convertirla en la auténtica joya del imperio colonial británico. Performances
en las que se rodea de toda una suerte variopinta de objetos conseguidos en
mercadillos de viejo, objetos que llevan a la performance sus propias
historias, su propio reflejo del paso del tiempo.
Performances las de Chopra en las
que se le puede ver realizando acciones de lo más cotidiano (comer, lavar la
ropa, asearse…), algunas dotadas de un contenido autorreferencial como es el caso
del afeitado de la cabeza, acción que en algunas culturas se relaciona con la
muerte de un ser querido y a la que Chopra dota de un contenido de
renacimiento, de vuelta a la existencia.
Con su trabajo Chopra investiga
como puede “adentrase en lo personal y en lo colectivo, en la historia cultural
para, entre otras cosas, explorar cuestiones como la identidad, el papel que
juega la autobiografía en ello (…) También trato de analizar el proceso de transformación
como algo consciente y capaz de ser experimentado físicamente y representado en
mi trabajo a través de la performance”. (Cita extraída de la web oficial del artista)
De la misma fuente extraigo esta cita: “Mis performances deben de
ser vistas como un relato en el que se cruzan historias familiares, una
narrativa personal y la vida cotidiana. El proceso de convertir eso en una
performance es una forma de acceder a ello, de excavar, extraer y presentarlo
ante el público”. Más adelante añade que “mi sentido de la identidad está
profundamente conectado con mi sentido de la localización en el tiempo y en el
espacio”.
viernes, 9 de septiembre de 2011
miércoles, 7 de septiembre de 2011
Toro salvaje (Raging bull, Martin Scorsese, 1980)
El gusto que siente este director
por los personajes inadaptados ya lo había dejado claro en Taxi Driver, por
citar solo una y también protagonizada por un excelente De Niro. De eso es una
muestra muy clara esta película, Toro salvaje, basada en la biografía del
boxeador norteamericano Jake La Motta, campeón del mundo de los medios en 1949.
Scorsese llegó a filmar esta
película después de haber pasado por un calvario particular en forma de
enfermedad provocada por su abuso de las drogas que a punto estuvo de costarle
la vida. Después de eso y de una crisis de identidad creativa, le llegó la
propuesta, de la mano del propio De Niro, de sacar adelante este proyecto en el
que los dos, director y actor, demostraron tener mucho músculo y mucho talento.
Si desde el punto de vista
actoral, De Niro se vio obligado a engordar 30 kilos y a entrar en la piel de
una personalidad muy violenta, para el director tampoco era sencillo afrontar
una historia de autodestrucción en la que el boxeo se convierte en el camino de
autoflagelación, en el único espacio en el que La Motta podía sentirse en paz
consigo mismo.
La violencia formaba parte
esencial de la vida del boxeador, tanto dentro como fuera del ring, una
violencia sustentada en su falta de adaptación a las normas básicas de
convivencia lo que le lleva a no tener otra forma de relacionarse con los que
le rodean más que a través de una violencia que pasa de lo verbal a lo físico a
la más mínima insinuación.
Para hacernos llegar con toda la
fuerza posible la intensidad de la violencia, del sentimiento de
autodestrucción, en la que vive el personaje, Scorsese rueda la película en un
blanco y negro muy expresionista y mete la cámara dentro del ring de boxeo para
que veamos en primer plano como los golpes impactan contra la cara de los
contrincantes, como vuelan las gotas de sudor y como la sangre llega a salpicar
a los jueces del combate.
La dureza es extrema en las
escenas de violencia doméstica y en las boxísticas, en ese camino que La Motta
pretende que le lleve a la redención, a encontrarse consigo mismo, con su parte
humana cuando todos piensan que no es más que una bestia. En ese sentido es
especialmente impactante la escena en la celda de la prisión en la que golpea
los muros mientras se dice a sí mismo que no es una bestia.
El único anclaje que tiene al
mundo es su hermano, al que encarna magníficamente Joe Pesci, la única persona
a la que respeta y, de vez en cuando, escucha. Sin embargo, su propia
personalidad atormentada le llevará a perder a su hermano después de propinarle
una paliza al pensar, falsamente, que se está acostando con su mujer.
Ese es el principio del fin para
La Motta que no encontrará otra forma de encontrar el respeto por sí mismo que
dejar que Sugar Ray Leonard le propine una enorme paliza en el ring. A pesar de
la sangre y de la derrota, La Motta todavía tiene fuerzas para vanagloriarse de
que Leonard no ha conseguido hacerle morder la lona.
Ese es el final deportivo de La
Motta, que buscará ganarse la vida con un club nocturno, aunque una acusación
de corrupción de menores le llevará a la cárcel, hasta convertir su vida en un
espectáculo actuando como monologuista en clubes de mala muerte. La redención
final le llega cuando puede mirarse al espejo y encontrar que la imagen que
este le devuelve ya no le resulta odiosa.
domingo, 4 de septiembre de 2011
La mirada invisible (Diego Lerman, 2010)
Corren los días previos a la guerra de las Malvinas, conflicto que llenó de dolor a los argentinos y que supuso el principio del fin de la dictadura y del regreso de la democracia. En esos días inciertos transcurre esta película basada en la novela Ciencias morales de Martin Kohan, galardonada con el Premio Herralde y editada en España por Anagrama.
La protagonista es Marita, una joven de 23 años preceptora en un colegio de Buenos Aires, un puesto que la convierte en una de las vigilantes de la ortodoxia, es decir, que los alumnos lleguen a sus aulas en formación militar, no tengan ninguna falta en su indumentaria y sigan la estricta disciplina que caracteriza al centro.
Un espacio opresor y opresivo, en el que predominan los colores grises, en el que se busca reprimir la individualidad de los alumnos ya que cualquier falta de disciplina se considera como una rendija abierta a la subversión.
Una magnífica Julieta Zylberberg da vida al personaje principal, una joven de 23 años que aún no ha conocido varón y que siente como su cuerpo nota los efectos de esa carencia. En su afán por ser esa mirada invisible fundamental en cualquier sistema represivo, llegará a esconderse en uno de los cubículos del servicio masculino para descubrir a algún fumador furtivo.
Encerrada en ese ambiente, Marita, que vive con su abuela y su madre enferma, entrará en contacto con su lado oscuro para empezar a experimentar unas sensaciones demasiado tiempo ahogadas. Debatida entre Biasutto, un cincuentón jefe de los preceptores, y un joven alumno, el espionaje al que somete a los jóvenes terminará derivando hacia lugares menos confesables.
Eso desde una interpretación en la que prima la contención, los silencios, las miradas para trasladarnos en todo momento la turbación que Marita siente ante la cercanía del alumno de sus desvelos o esa figura del adulto adusto, bien vestido y aparentemente fiable en su seriedad.
Marita sobre todo mira con profunda tristeza sin saber como canalizar eso que siente.
La misma represión y obsesión en las que vivía la sociedad argentina de aquella época, seguramente nada diferentes a las que se vivieron en España durante 40 años, en la que las delaciones y las denuncias estaban a la orden del día, es el ambiente que se concentra en ese colegio al ritmo del himno nacional y de unos alumnos robotizados.
Algo oscuro, siniestro recorre esos pasillos desornamentados, esas aulas secas, duras, en una atmósfera opresiva en la que cualquier atisbo de humanidad (un beso en el pasillo, una pelea de adolescentes) genera un castigo inmediato. Tanta represión, en todos los sentidos solo puede tener un desenlace.