Una ciudad real es la que da
nombre a esta serie, cuyo arranque se sitúa después de la derrota del arrogante
Custer y su Séptimo de Caballería, después del enésimo engaño del hombre blanco
a las naciones indias, que tenían en las Montañas Negras (Black Hills) una zona
sagrada, profanada de forma inmisericorde en cuanto se corrió la voz de la
existencia de oro en sus ríos y entrañas. Eso provocó la ruptura del pacto con
los indios, el inicio de una nueva guerra, y la llegada de un aluvión de
aventureros, fulleros, comerciantes sin escrúpulos, asesinos varios y
proxenetas de toda especie.
Todos ellos aparecen junto con
personajes reales que también pisaron sus calles como Wild Bill Hickok, Wyatt
Earp o Calamity Jane (Juanita Calamidad), a los que también se hace aparecer en
la serie con mayor o menor importancia. Con todo se forma un barro del que sale
en todo su sucio esplendor Deadwood, auténtico poblado sin ley, donde la vida
no vale nada y un día estás muerto, tu cuerpo devorado por los cerdos del chino
Wu, y tu memoria se deshace como un azucarillo.
Barro físico y barro moral en el
se rebozan todos los personajes en mayor o en menor medida, porque incluso los
más impolutos se verán obligados a chapotear como los demás, con la cabeza
fuera, eso sí, pero inmersos en la decadencia moral de una ciudad en la que
sólo impera la ley del cacique de turno. Eso hasta que se abre la puerta a la
integración de la ciudad en uno de los estados, concretamente en Dakota del
Sur, lo que hace aparecer a las sanguijuelas de la ciudad, de los ladrones de
cuello blanco.
La riqueza de la zona va a atraer
a un pez muy gordo que amenaza con tragarse con sus fauces, y grupo de
pistoleros mediante, a toda la ciudad, pero no sin una resistencia formada por
antiguos enemigos ahora convertidos en aliados a la fuerza y, de repente, los
personajes más amorales ahora no nos lo parecen tanto, e incluso empiezan a
hacerse un hueco en las preferencias de un espectador que poco antes se estaba
horrorizando con sus crímenes fríos, despiadados, sin ningún sentimiento de por
medio.
Por la serie van pasando hombres
y mujeres y sus vicios, sus lados oscuros, sus miserias, sus adicciones, en
medio de unos diálogos fantásticos, una ambientación hecha a base de decorados
de verdad y no de recreaciones por ordenador, con una pléyade de actores que
rayan a un nivel muy alto, y con un desarrollo dramático que hace que perderse
un minuto suponga perderse algo importante, porque estamos ante una serie que
no da descanso al espectador, y que hubiera merecido un final mejor a sus tres
espléndidas temporadas.
Tan buenas que no merecieron el
cierre apresurado impuesto por la HBO, después de ver como la serie no lograba
las audiencias que sin duda merecía, y de no cumplir con el compromiso de hacer
una película, que pusiera el broche definitivo a uno de esos monumentos
televisivos que nos hacen reafirmarnos en que otra televisión es posible.
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