Martel, 1988. |
A bordo de un
Volkswagen blanco la mexicana de adopción, Mariana Yampolsky (1925-2002)
recorrió todos los caminos de México, ese país con un pie en la tradición más
milenaria y otro en la rabiosa modernidad llegada de un aparentemente
todopoderoso norte amnésico. Un país de una riqueza extraordinaria en todos los
niveles pero especialmente en sus gentes diversas.
Mujeres mazahua, 1989. |
Tan diversas
como la propia fotógrafa de la que me ocupo hoy, de padre ruso judío y artista,
y madre alemana también judía con posibles económicos, y ambos de familias
emigradas de la persecución en el viejo continente en años muy difíciles. Así,
Mariana nacería en Chicago pero desde que cruzó la frontera del Río Grande en
1945 supo que ya no había vuelta atrás, atrapada como se quedó en la magia del
país azteca.
Bicicleta de Carnaval, 1991. |
Después de
formar parte del Taller de Gráfica Popular y de estudiar pintura y escultura en
la Escuela Nacional de Grabado, Pintura y Escultura de La Esmeralda, Mariana
Yampolsky se dedicó por entero a la fotografía, a dejar constancia de los
aspectos más profundos de la realidad del México profundo, de pueblos milenarios
amenazados por una modernidad que no entiende de matices, y de un medio
ambiente acosado por la acción humana.
Columna salomónica, Sierra de Puebla. |
Grupos humanos
capaces de vivir en armonía con su entorno, que conservan en sus costumbres
recuerdos de civilizaciones que ya viven en los libros de historia y en los
espectaculares edificios que todavía hoy podemos admirar, pueblos sencillos de
tradiciones paganas y cristianas que conviven en perfecta armonía, de fiestas,
de trabajos del campo, pueblos pobres en lo material pero con una gran riqueza
cultural, pueblos formados por personas que tienen en la dignidad un referente
inexcusable.
Esperando al padrecito, 1987. |
Comunidades que
viven en casas de adobe, de madera, que cultivan maíz, con el magüey formando
parte inseparable de un paisaje duro que se marca a fuego en los rostros de
mujeres y de hombres que una vez fueron niños y a los que Mariana supo retratar
con respeto, con una dulzura más allá de las palabras, matizada por las sombras
de un blanco y negro en el que lucen todos los matices.
Como explicaba
la propia fotógrafa la fama no era su objetivo, movida como estaba por el trabajo constante y exigente, porque
“no tenemos que inventar nada, todo está ahí sólo hay que descubrirlo,
fotografiarlo y gozarlo”.
Magnífico trabajo!
ResponderEliminarSoberbia la autora.
Abrazos.
Sin duda un trabajo espectacular el de esta mexicana.
ResponderEliminarUn saludo.