Cuentan los viejos músicos negros
del sur de los Estados Unidos, esa zona en la que ser músico y negro es ser dos
veces negro, según ha dejado dicho B.B. King, que si quieres ser un buen músico
tienes que coger tu instrumento, dirigirte a medianoche a un cruce de
carreteras y empezar a tocar. Entonces una gran sombra negra vendrá a tu lado,
tocará tu instrumento y a partir de ese momento sabrás que has vendido tu alma
al diablo para tocar como ningún otro ser humano va a ser capaz de hacer.
Esa es una de las múltiples
leyendas que rodean a la figura de Robert LeRoy Johnson, un bracero pobre
nacido en el estado de Misisipi en 1911. Hijo ilegítimo, tendrá una infancia
marcada por el nomadismo tanto de residencia como de amantes de su madre, un
escaso paso por la escuela y un enorme amor tanto a la música como a las
mujeres.
Dos aspectos estos últimos que
serán determinantes en su devenir vital. Primero empezó con la armónica,
instrumento con el que parece que consiguió un buen nivel aunque lo que él
quería era ser guitarrista. Así, empezó a acudir a los bailes que se celebraban
los sábados por la noche en lugares en los que tocaban músicos excepcionales,
había tipos de mirada torba y puños rápidos y mujeres de moral distraída.
Un ambiente perfecto para un
joven Robert Johnson casado y viudo con 17 años, después de que su mujer un
poco más joven que él muriera en el transcurso del parto junto con el niño. Ike
Zinnerman fue uno de los músicos que tuvo Johnson como maestro y en alguna
ocasión explicó que nuestro músico estuvo desaparecido como cosa de un año y
que a su regreso tocaba la guitarra de una forma increíble, sin que nadie
lograra encontrar explicación a ese hecho.
Sea como fuere, Johnson
terminaría por convertirse a pesar de su fallecimiento, al parecer envenenado
con estricnina por un marido celoso, en 1938, en el rey del blues del Delta y
con una influencia que ha trascendido el tiempo para llegar a artistas de la
talla de Bob Dylan, Eric Clapton, los Rolling Stones, Jimmy Hendrix, Led
Zeppelin o The Yardbirds, por citar solo algunos.
Un bluesmen capaz de sacar de su
guitarra unos sonidos que no se habían escuchado nunca antes, de llevar al
slide (esa guitarra que se toca con un tubo metálico) a terrenos casi inexplorados
hasta ese momento. A eso se unió una prodigiosa forma de cantar, con unos
agudos impresionantes y unos textos en los que Johnson daba rienda suelta a sus
obsesiones, sus miedos, sus pesadillas siempre alrededor de la fragilidad de la
relaciones humanas, de amores que se acaban y demonios que nos acechan.
Para la historia ha dejado
auténticos himnos del blues como son Sweet Home Chicago, Love in Vain,
Hellebound in Trail o Cross Road Blues. Canciones que forman parte de las 29
que dejó grabadas en sendas sesiones que tuvieron lugar en 1936 y 1937, todas
ellas piedras angulares de la historia del blues y bases del nacimiento del
rock and roll como así han sido reconocidas por todos los grandes.
La leyenda continúa y nos dice
que si empezó a aprender los rudimentos del blues sentado encima de una lápida,
su cuerpo luego sería enterrado en un ataúd de pino en una tumba anónima.
Seguro que ese día entró por las puertas del infierno tocando algunos de sus
temas y hoy sigue volviendo a alguno de aquellos cruces polvorientos y en las
noches de luna llena su música le devuelve a la vida.
Gracias Alfredo por asomarnos al mundo de Robert Johnson. Las breves pinceladas sobre su vida y su voz, me han entandado.
ResponderEliminarSaludos.
En su persona se cumple esa regla no escrita de que a vida atormentada mayor genio creativo y fallecimiento prematuro, algo muy habitual, esto último, en el gremio musical.
ResponderEliminarBuen finde!!