Este artista prometeico necesita imaginar la caída porque en ésta se encuentra la plena justificación de su reto. al conceder un valor absoluto al arte -una ciega esperanza en la salvación por la belleza-, inevitablemente se desliza hacia una conciencia apocalíptica en la que su fracaso, previsto desde un principio en el fondo de su corazón, adquiere firma de energía trágica: la suprema consolación de anticiparse a la derrota en su duelo con la muerte.
No podríamos encontrar un jugador más audaz que Miguel Ángel. Reune las mejores condiciones porque sabe ser todo fuego y, al unísono, todo hielo. Es un luchador nato, agresivo, casi rudo, pero también es frío, cerebral, fiel al predominio de la mente. La belleza es puramente intelectual, las formas perfectas yacen en un universo ingrávido. Nadie, entre las huestes platónicas se ha atrevido a defenderlo tan rotundamente: lo bello es espectral. Nadie, por supuesto, que al mismo tiempo haya dedicado su vida a la posesión terrestre de lo bello.
Ahí está asentada la más hermosa paradoja y desde ella desciende el artista a la palestra imposible. Ahora ya todo es únicamente lucha. La mano contra el mármol, la voluntad contra el temor al propio espejismo. Abrir la piedra, arrancarle su piel y su carne para buscar el alma. La misión del escultor es rescatar el alma de la piedra. En ella está el alma del mundo.
El autor de este texto es Rafael Argullol, y está recogido en su libro El fin del mundo como obra de arte, publicado por Acantilado, en una reedición de 2007.
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