Íbamos de Venecia a Nápoles y nos barcos turcos nos cortaron el paso. Éramos en total tres naves, mientras que sus galeras, surgiendo de la niebla, parecían no tener fin. De repente estallaron en nuestro barco el miedo y la inquietud; los galeotes, en su mayoría turcos y moros, lanzaban gritos de alegría que nos crispaban los nervios. La proa de nuestro barco, como las de los otros dos, estaba orientada hacia tierra, hacia poniente, pero nosotros no pudimos ser tan rápidos como ellos. Nuestro capitán, que temía ser castigado si caía cautivo, era incapaz de ordenar que se flagelara con violencia a los galeotes. Más tarde medité a menudo que toda mi vida había cambiado a causa de la cobardía de aquel capitán.
En cambio, ahora pienso que mi vida habría cambiado en realidad de no ser por aquel breve ataque de cobardía del capitán. Es algo sabido que la vida no está predeterminada y que todas las historias son una cadena de casualidades. Pero incluso los que son conscientes de esa realidad, cuando llega cierto momento de su existencia y miran atrás, llegan a la conclusión de que lo que vivieron como casualidades no fueron sino hechos inevitables. Yo también pasé por una época parecida; ahora, mientras sueño con los colores de los barcos turcos que aparecían en la niebla como fantasmas e intento escribir mi libro en una vieja mesa, creo que esa época es la mejor para empezar y acabar una historia.
Así empieza El castillo blanco, el primer libro que leo del Premio Nobel de Literatura en 2006, el turco Orhan Pamuk, un hombre al que sus referencias a los genocidios armenio y kurdo le valieron un juicio en su país del que finalmente salió absuelto, y que le obligaron a pasar una temporada exiliado en Estados Unidos antes de regresar en 2007 de nuevo a su país.
Centrándome en el libro, diré que me parece una novela magnífica acerca de la necesidad de que Oriente y Occidente acerquen posiciones, toda vez que son más las cosas que nos unen que las que nos separan, o si no son más, por lo menos hay suficientes puntos en común para tender puentes.
Eso se deriva de una historia hasta cierto punto inquietante, en la que un científico veneciano ve como su barco es atacado por los turcos y acaba como prisionero y vendido como esclavo en el Estambul del siglo XVII. Allí será comprado por un Maestro interesado en conocer los conocimientos científicos occidentales, y a fuerza de roces, peleas y muchas horas de escritura, irán poniéndose uno en el lugar del otro (proceso ayudado por el asombroso parecido físico entre los dos), hasta lograr una simbiosis en la que va a ser muy difícil diferenciar a uno del otro.
Una novela en las que las cosas van ocurriendo a su propio ritmo, lentamente pero sin pararse, como una lluvia fina que nos va empapando sin darnos cuenta, de tal forma que el desenlace de la novela no nos sorprende en absoluto, algo que no lo digo como algo negativo, sino todo lo contrario, ya que parece inevitable.
La pregunta que empieza a flotar en el aire acerca de la propia identidad y de la ajena, y la necesidad de enfrentarse a uno mismo, aunque sea a través de los pecados de los otros, va tejiendo una tela irrompible entre ambos personajes que terminan apropiándose de los recuerdos y conocimientos íntimos del otro, hasta lograr un respeto mutuo que puede muy bien llevarse al entendimiento entre Oriente y Occidente, que mantienen recelos que proceden en su mayor parte del desconocimiento mutuo. Un canto al conocimiento y la libertad, con dos personajes que estudian todo lo que tienen a mano: los astros, los animales, los sueños, la esencia humana…
Aunque tiene obra anterior a esta, es El castillo blanco la que está en el inicio del reconocimiento internacional de Orhan Pamuk, especialmente después de los elogios que le dedicó el recientemente fallecido John Updike.
Sobre la mesa había una bandeja con incrustaciones de nácar con melocotones y cerezas, tras la mesa había un diván de enea en el que habían colocado unos cojines del mismo color verde que enmarco de la ventana; allí estaba sentado yo, con un pie en la setentona; más allá se veía un pozo en cuyo brocal se posaba un gorrión, y olivos y cerezos. En el nogal que había entre ellos habían atado con largas cuerdas un columpio bastante algo que una brisa apenas perceptible balanceaba suavemente.
Te dejo un beso y me llevo un deber: leer este libro para comentarlo contigo. No puedo opinar como una caradura, pero una cosa es cierta: lograste una vez despertar mi interés.(no ve a dar la vida para ponerme al día con todo, jajaja). Simbiosis, conquistado y conquistador, intercambio, todo lo que también se produce por acá. Y te diría una cosa: si no hay puntos en común es mejor que cada vez se los busque con más detenimiento, que se nos está yendo el mundo en esto. Te diría... pero no te lo digo.(me voy mutis por el foro).
ResponderEliminarEstupendo. Quedo a la espera de poder comentar el libro una vez que lo hayas leído. Como puedes comprobar a mí me ha gustado mucho, pero también conozco a gente a la que le ha aburrido también mucho. Espero que te encuentres en el grupo de los primeros.
ResponderEliminar¿Y qué es lo que me dirías? Que sepas que me has dejado intrigado con esa frase apenas iniciada.
Me encanta esa expresión de hacer mutis por el foro, probablemante porque el teatro es algo que me fascina.
Abrazos entre bambalinas!!
ja, jaja...es que te lo dije... lo de que suponía que se trata de algo así como la relación conquitado/conquistador o el síndrome de Estocolmo. Además no se por qué me acordé de un libro: La Gesta del Marrano de Marcos Aguinis y se me ocurre que me va a gustar el libro... pero eso: no te lo digo..."te lo diría" para no pecar de charlatana barata que habla de lo que no sabe, de atropellada en fin... (aunque tengo buen olfato hasta recomiendo lugares, libros, etc. sin haberlos probado..en fin, soy una charlatana barata, jajaja)
ResponderEliminarcariños desde el foso de la orquesta, shhhhhh.....
No conozco el libro que mencionas, pero en este caso es la historia de una superposición hecha de tensiones e incomprensiones que no se superan hasta que se logra la empatía.
ResponderEliminarQue se abra el telón!!
primera vez que visito tu blog Alfredo, me gusta y pienso volver, amé esta pintura de Friedrich que ilustra tu perfil, me fui de inmediato a Wikipedia para saber más del autor, gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias por la visita y por la intención de volver por este lugar. Siempre serás bienvenida. Si quieres conocer algo más del pintor de ese cuadro, el pasado 23 de enero le dediqué un artículo aquí mismo.
ResponderEliminarSeguimos en contacto.
Un abrazo!!
A mí me encantó el libro, la narración se me hizo maravillosa, llena de descripciones tanto mentales como físicas. La escena cuando ambos personajes se miran al espejo durante la peste fue de mis favoritas, lo tengo muy presente en mi mente. Disfruté mucho leerlo y, a la par, me iba cuestionando junto con los personajes. Sinceramente me pareció grandioso El castillo blanco y pienso leer más obras del autor. Hay más aspectos que me gustaría platicar y releer. Es bueno que haya lugares para comentar aunque sea someramente.
ResponderEliminarSaludos