La primera noche que salimos, Milanova y yo hablamos del amor. ¿Pero qué es lo que yo pienso del amor?
Oh, nada, nada, no es la gran cosa.
En realidad, nunca había amado a nadie. No había tenido ninguna relación con nadie. Extremada timidez y fobia social, un cóctel poderoso. Milanova tenía más experiencia. Cruzaba y descruzaba sus bellísimas piernas (“columnas dóricas por donde resbala la proa de tu quijada”, según el inexplicable segundo verso de su poema).
Un día voy a querer tocar esas piernas, le dije.
Tócalas si quieres.
Un día, pero no hoy, contesté.
(Fragmento del relato corto Blanca Nieves en Nueva York, de Iván Thais)
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Hubo una pausa, durante la cual Sasha fue vivamente consciente de la presencia de Coz, detrás de ella, esperando. Ella deseaba por encima de todo agradarle, decirle algo así como “Fue un momento de inflexión”, “Ahora lo veo todo de manera distinta” o “Llamé a Lizzie y por fin hicimos las paces”, o “He vuelto a tomar clases de arpa”, o, simplemente “Estoy cambiando, estoy cambiando, estoy cambiando. ¡He cambiado!”. Redención, transformación. Dios como quería esas cosas. Todos los días, a cada minuto. ¿No las quiere todo el mundo?
-Por favor, no me preguntes cómo me siento –pidió a Coz.
-De acuerdo –dijo él en voz baja.
Se quedaron sentados en silencio, el silencio más largo que jamás hubiera habido entre ellos. Sasha miró por la ventana inundada de agua las luces difuminadas entre la penumbra del anochecer. Se quedó ahí, con el cuerpo en tensión, reclamando el diván, su lugar en esa habitación, su vista de la ventana y las paredes, el débil rumor de los coches que siempre encontraba cuando aguzaba el oído, y estos minutos del tiempo de Coz: uno, otro y luego otro más.
(Fragmento del relato corto Objetos encontrados de Jennifer Egan)
“Los demás artistas son bastante convencionales comparados con ella, van a lo seguro. La gente la subestima, pero su montaje es una composición muy hermosa.” Matthew Collins.
“Este absurdo atormentado no puede continuar. Antes me conmovían tus historias, pero te has convertido en un aburrimiento. Tu arte es tan cerrado y predecible. No hay nada que ver en tu trabajo más que tú, tus cambios de humor, tu sentimentalismo y tu nostalgia.” Adrian Searle.
He querido empezar este comentario con dos opiniones contrapuestas de sendos críticos de arte británicos, acerca de la obra de esta controvertida artista que inició su carrera bajo al etiqueta de YBA’s (Young British Artists, Jóvenes Artistas Británicos), creada por el gobierno de las islas para promocionar a artistas noveles algo que han conseguido con gran éxito, y en la que también están incluidos Damien Hirst, los hermanos Chapman o Sam Taylor Wood.
Probablemente la obra por la que es más conocida Emin es por My bed (Mi cama), instalación que presentó en el año 1999 al premio Turner (que no ganó), en la que mostraba su propia cama después de pasarse 15 días metida en ella, borracha después de sufrir un aborto. Allí aparecían dos botellas de vodka, una de zumo, pañuelos de papel usados, condones, un cenicero lleno de colillas, tampones, un oso de peluche, entre otras muchas. Sobre la cama aparecía un letrero luminoso que decía: “Cada parte de mí está sangrando”. Y es que la obra de Emin es difícilmente comprensible si no se conoce algo de su trayectoria vital: su abandono temprano del colegio, la pérdida de su virginidad a los 13 años en el transcurso de una violación, sus abortos…
Una obra que habla de la incomunicación, de la desesperación, de la necesidad de comunicación, y de ahí que en muchas de sus obras introduzca mensajes escritos, como en aquel neón que decía: “Fantastic to feel beautiful again” (Es fantástico sentirse guapa otra vez). Su obra da la apariencia de tener mucho de catártica, de sublimación de los sentimientos, de un ponerse cara a cara con lo más vulgar y humillante de su existencia.
Piezas que también giran en torno al recuerdo, a la memoria, un mundo en el que parece que sólo encuentra desolación. En Everyone I have ever sleep with from 1963-1995 (Personas con las que me he acostado entre 1963 y 1995), levanta una tienda de campaña, cuyo interior estaba forrado con los nombres, formados por coloristas letras recortadas, de todas aquellas personas con las que alguna vez había compartido cama, también en el sentido sexual. Amigos, familiares, se hermano mellizo, ella misma, sus dos abortos, sus múltiples amantes, en un ejercicio de desnudez de su intimidad y también física. Y es que mostrar los detalles de su vida privada es una de sus señas de identidad.
En sus inicios en el mundo del arte, después de estudiar pintura en el Royal College of Art, estaba fuertemente influida por la obra de Edvard Munch y de Egon Schiele, aunque todas las pinturas de esa época fueron destruidas por la propia artista, y sólo las podemos conocer por algunas fotografías tomadas por Emin y que aparecen en algunas de sus obras. En 1995, montó su propio museo en Londres, donde expuso el video autobiográfico Why I didn’t become a dancer (Por qué no me convertí en bailarina).
Y cierro con la propia Tracey Emin: “Para mí, ser artista no es sólo hacer cosas bonitas o que la gente te dé palmaditas en la espalda; es una especie de comunicación, un mensaje”
Tres personajes desolados y desoladores compartirán sus soledades en este drama que firma la danesa Lone Scherfig (Italiano para principiantes), que deja al espectador con la sensación de tener un enorme peso sobre los hombros. Una película en la que la muerte está muy presente, pero también el amor como fuerza de esperanza, como única salida para la soledad y para encontrar eso que se llama el sentido de la vida.
Es bonito que las personas se unan a alguien cuando no tienen a nadie. Eso se lo dirá Harbour a su hermano Wilbur, una frase sin duda hermosa pero que adquirirá un tinte dramático cuando lleguemos al final de la película y entendamos lo que se esconde detrás de esas palabras. A Wilbur, un hombre simpático y de éxito entre las mujeres, le falta lo fundamental, que son las ganas de vivir, mientras que a su hermano, optimista nato, le va a faltar algo aún más fundamental. Entre ellos surgirá Alice, una madre soltera despedida de su trabajo, y que se convertirá en un auténtico catalizador para los dos. A uno lo sacará de su monotonía, y al otro le hará recuperar su parte más humana. Al lado de estos personajes, están un médico cínico enamorado, sin reconocerlo, de una limpiadora que también tuvo tendencias suicidas; una enfermera que busca ser la elegida de Wilbur; y un grupo de terapia de suicidas ahogados en su propia angustia.
Ellos formarán el triángulo sentimental que define a este drama, no exento de un sentido del humor que permite que la historia respire y no se convierta en insoportable, elegante en el que todos los personajes que aparecen en ella buscan la redención a sus silencios, a sus abandonos, a sus soledades difícilmente soportables, en la compañía de otros seres humanos, precisamente para eso, para sentirse humanos otra vez, o por vez primera.
La directora pone ante nosotros a unos personajes inadaptados, que se esconden detrás de máscaras, del silencio, hasta que no tengan otro remedio que salir a la luz, enfrentarse con el mundo, de dejar a un lado sus vidas desnortadas apoyadas en falsas seguridades. Todo apoyado de forma fantástica por una música que hace que sintamos la vida que palpita debajo de la piel de cada uno de los personajes, pero que también nos hace sentir mucho frío.
Una obra que contiene una belleza de esas que sólo pueden tener las historias tristes.
Hasta el próximo 21 de septiembre está abierta una exposición titulada New York, New York, que recorre la trayectoria artística que Hugo Fontela ha venido desarrollando en la ciudad de los rascacielos en la que lleva desde el año 2004, cundo se traslada a estudiar a la escuela The Art Students League, y donde recibe, al año siguiente, la concesión del Premio BMW de pintura que fue un espaldarazo muy importante a su carrera.
Antes de llegar hasta ahí, el moscón tendrá un encuentro fundamental con Amado Hevia “Favila”, que fue el primero en apreciar el talento que se adivinaba en aquel chaval de 14 años, y de su mano ingresará en la Escuela de Artes y Oficios de Avilés. La deja con 16 para pasar a la Escuela de Artes de Oviedo y en 2004 decide cruzar el “charco” para afincarse en la zona de Manhattan.
La muestra que está abierta en Gijón, es una excelente oportunidad para apreciar la evolución de este artista, que ya está por derecho propio entre los más importantes de nuestro país, y para acumular una serie de sensaciones muy impactantes todas ellas. Allí se pueden ver obras de su serie de Back Yards (Patios Traseros), esos pequeños espacios que se ocultan detrás de las fachadas de las viviendas, y que se convierten en reductos de paisaje en medio de la jungla de asfalto. Espacios en los que apenas si sobreviven algunos esqueletos de árboles, y que Fontela pone ante nuestros ojos de forma fragmentaria, sólo nos muestra rincones aprisionados por muros, y en los que el cielo apenas se adivina y que proyecta una luz crepuscular sobre la sinfonía de colores terrosos que predominan en estas pinturas. Esos patios son lugares privados, silenciosos, ante los que nos sentimos extraños merodeadores, sombras que se recortan y proyectan su negrura sobre espacios sin esperanza, lóbregos, de los que la esperanza parece desterrada, y eso si alguna vez hubiera pasado por allí.
Los paisajes de Fontela, ya sean estos patios, ya sean vistas de los muelles, son lugares nostálgicos, marcados a fuego por la ausencia, la soledad, amnésicos dentro de una devastación que los convierte en macabros espejos de un esplendor que no pudo ser. Paisajes contaminados, rotos por el caos y la destrucción de una naturaleza ya convertida en recuerdo de una ausencia. Eso lo marca con una pintura monocromática, con ausencia de volúmenes, y donde todo se hace volátil, nada parece contener esa solidez tranquilizadora mientras sentimos que todo está a punto de moverse, como si entráramos en un terreno de arenas movedizas. Y siempre el silencio.
El agua es otro de los elementos que podemos ver en esta muestra, y con el que crea espacios insondables, infinitas, en el que las formas pierden la materialidad que las tendría que caracterizar, y aparecen como elementos de nuevo fantasmales, salidos del agua y de la niebla, como en el caso de Old Pier (2006), donde unos pilotes sobresalen a duras penas por encima de una superficie sobre la que se multiplican en reflejos capaces de suscitar en el espectador atento, ecos emocionales muy profundos.
Fontela también sumerge en el agua elementos que ya han perdido su conexión con formas reconocibles, que rozan la abstracción, y que no sabemos muy bien si se trata de objetos sumergidos, reflejos de la superficie o qué hacen ahí. En medio de la duda nos imponen su presencia de una forma rotunda, clara y profundamente misteriosa.
También hay sitio para obras que tienen que ver con la estética japonesa, aquella que tanto asombró a los artistas del siglo XIX europeo. Son obras extremadamente sintéticas, en las que el espacio apenas si está atravesado por trazos o manchas de puro gesto, y en las que se adivinan presencias terrosas, vegetales o inciertos horizontes.
La obra de este asturiano, y cito a Fernando Castro Flórez, “nos deja, en todos los sentidos, sin palabras: es la presencia, con su oscuridad, lujo y silencio lo que nos invita a detenernos”.
El activo colectivo de la Facultad de Filología de Oviedo que edita la revista Hesperya, ya está embarcado en una nueva aventura como es el I Encuentro de Poesía Joven "La Ciudad en Llamas". En este caso en coorganizado con Señor Paraguas y con la colaboración de Lata de Zinc. El encuentro tendrá lugar los próximos días 22, 23 y 24 de octubre, y en esos tres días, una docena de poetas jóvenes, otros cuatro autores con más tablas y varios músicos y perfopoetas darán ritmo y verso a la Universidad de Oviedo (y a los bares de la ciudad).
Los poetas participantes vana ser: José Luis Piquero, Javier García Rodríguez, Fernando Beltrán y Pablo García Casado entre los "mayores"; Víctor García Méndez, Sofía Castañón, Pablo X. Suárez, Laura Casielles, Juan Marqués, Ignacio Escuín, Héctor Gómez Navarro, Elena Medel, David Eloy Rodríguez, Ana Vanessa Gutiérrez, Alejandra Vanessa y Alba González Sanz entre los más jóvenes; y Pau-pérrima, Templeton, Dark la eme, Pablo Moro y Experimentos in da notte como perfopoetas y músicos.
El evento está patrocinado por la Universidad de Oviedo a través de su Vicerrectorado de Extensión, Cultura y Deporte, y de la Facultad de Filología, así como por otras entidades regionales.
Mediados de agosto es tiempo raro. La amenaza del otoño y la rentrée está ahí, con su pinchazo de angustia, pero a la vez se han relajado al fin los tensores del curso pasado. En una reunión de verano un amigo pregunta, a bocajarro, qué es para mí la felicidad. Otra persona, a la que espanta el otoño en el Norte, pide que le explique las ventajas de la melancolía. No son gente banal, a la que contentar con una frase, y opto por retrasar la jugada. A la primera le digo que la felicidad, como concepto, es una horterada; a la segunda, que la melancolía es la energía que mueve el mundo, y nos mueve. Aunque, en realidad, pienso que la felicidad está en la melancolía y que en el esfuerzo de sobrenadar ésta, para no perecer en sus aguas, hay una fuente de entusiasmo, esto me lo callo. Además, como los autores de las preguntas se han ido cada uno por su lado tampoco hay caso para juntar las respuestas.
(Artículo firmado por Pedro de Silva, en el periódico La Nueva España el 20 de agosto de 2008)
A lo largo de su vida fueron muchos los adjetivos que cosecharía este fotógrafo luxemburgués, buena muestra de la influencia que ejerció en el mundo de la fotografía a todo lo largo y ancho de su carrera, en la que siempre se mostró como un espíritu inquiete, capaza de reinventarse en sucesivas ocasiones y en dejar tras de sí un legado de enorme importancia en todos los géneros que tocó: paisajes, moda, retratos, desnudos, fotografía bélica, organización de exposiciones, publicidad. Incluso se le considera el inventor del glamour, a través de los trabajos que hizo para Vogue y Vanity Fair.
Unos dicen que tenía dos años, otros que tres, cuando la familia de Edward Steichen se vio obligada a emigrar, como siempre por causas económicas a los Estados Unidos. Lo de la edad es un dato irrelevante, al lado del hecho de que sería en ese país en el que desarrollaría la parte fundamental de su carrera artística. Con 15 años entró de aprendiz en una litográfica, la Fine Art Company de Milwaukee, y en 1895 entraría en contacto con al fotografía, y cuatro años después cuatro de sus fotografías se expusieron en el Second Philadelphia Salon, donde las pudo ver Alfred Stieglitz (uno de los introductores del arte de la vanguardia europea en los Estados Unidos), en lo que fue la primera piedra de una carrera exitosa.
Con Stieglitz y otros, Steichen formaría el Photosecession Group. Estamos en la primera etapa de la evolución artística de Steichen, a la que se suele denominar pictorialista, porque todavía los postulados pictóricos tienen un gran peso en los fotógrafos, en unos momentos en los que la fotografía empieza a luchar por hacerse un hueco entre las bellas artes. Steichen viaja por Europa y se lleva de regreso el trabajo de los mejores fotógrafos europeos para ser expuestos en la Internacional Exhibition of Pictorial Photography. Era 1910.
Poco después estalla la Primera Guerra Mundial, y Steichen se incorpora a la naciente arma de aviación como fotógrafo, lo que le pondrá en contacto con la fotografía aérea y con el horror de la guerra. Esto último le llevará al convencimiento de que debía de abandonar el pictorialismo para entrar de lleno en el terreno del realismo, lo que llevará a dejar de lado aquellos primeros paisajes dotados de una gran fuerza simbólica para volcarse en las personas.
Al finalizar la contienda bélica, Steichen empezará su relación con la fotografía comercial, lo que le provocó fuertes críticas de aquellos que defendían el contenido artístico de la fotografía y rechazaban que los fotógrafos publicitarios pudieran alcanzar el estatus de artista. Así, sus trabajos empezaron a publicarse con regularidad en las revistas Vogue y Vanity Fair, las auténticas modeladoras de la moda y el gusto de las clases acomodadas norteamericanas, lo que hizo que pasaran por el objetivo de su cámara todos los miembros del star-system de Hollywood, grandes músicos de jazz, estadistas mundiales, miembros de la high society americana, boxeadores…
Estamos en los años iniciales del consumismo, y Steichen logrará compaginar esos dos aspectos que algunos consideraban incompatibles, como son lo comercial y lo artístico, convencido como estaba de la importancia creciente de la imagen publicitaria. Importancia que Steichen ratificó cuando en 1923 empezó a firmar sus fotos publicitarias, incluso después de que le hubieran ofrecido mantener el anonimato para poder proteger su reputación como artista. Estas fotografías, auténticos retratos de un estilo de vida, dejarían marcado el camino que luego seguiría la fotografía de moda y publicitaria posterior.
En 1938 dejará esta faceta comercial, se mudó a una granja que había comprado y allí se dedicó a capturar imágenes de sus plantas y flores, que luego expondría en el MoMA de Nueva York, en lo que fue la primera exposición fotográfica íntegramente dedicada al mundo de las flores que se hacía en los Estados Unidos. Luego llegará la Segunda Guerra Mundial, lo que le llevará a integrarse en el Servicio Fotográfico de la Armada, y conocerá el escenario bélico del Pacífico.
A su fin, fue nombrado director de fotografía del MoMA para el que organizará una exposición absolutamente fundamental a la que tituló The Family of Man (La familia del hombre), resultado de tres años de búsqueda de material por los Estados Unidos y por Europa, con el fin de plantear una muestra que promoviera la solidaridad entre las personas enseñando imágenes de todas las esquinas del mundo. La exposición tenía una estructura casi laberíntica, en la que se sucedían imágenes de distintos tamaños y que fue un éxito total de público. Se inauguró en 1955 y recorrió 38 países.
Una de las artistas más influyentes que han salido desde Brasil, a pesar de que su obra no llamó la atención tanto como hubiera merecido mientras estuvo en vida, y es que el concepto artístico de Lygia Clarke se escapa de lo habitual al no enmarcarse dentro de la corriente mercantilista del arte, y por no ser un producto musealizable. Una obra con la que Clarke quería derribar los conceptos de creador, de obra de arte, e incluso de espectador al que saca del cajón de sujeto pasivo que simplemente mira la obra, para convertirlo en el auténtico creador del objeto de arte.
El año 1963 va a ser fundamental en la formulación de la vertiente artística de Lygia Clarke, ya que es cuando los especialistas marcan el inicio de una transformación de largo alcance. Clarke rechaza el endiosamiento del creador, ya que eso lo aleja de un espectador que no sabe como posicionarse ante la obra, manteniéndose en un estado pasivo que la brasileña rechaza. Para cambiar eso, Clarke va a convertir al espectador en sujeto activo, en creador de obra artística partiendo de sus propias experiencias vitales. Y ahí es donde Lygia coloca el concepto terapéutico del arte.
Abandonará esa tendencia bastante pronto, y pasará a enmarcarse dentro del neoconcretismo, una corriente que busca un camino propio alejado del racionalismo del arte concreto, para trabajar en unas obras en la que sea posible que autor, obra y espectador, formen un todo único. Así empezará a hacer sus series tituladas Bichos (obras formadas por placas metálicas que permiten su manipulación gracias a un sistema de bisagras), los Trepantes (recortes en espiral, de metal o de goma)
Máscaras abismo
Antes de llegar a ese punto, y de formular el concepto terapéutico de la obra artística, Lygia Clarke estudió arquitectura de jardines en su país natal, para luego viajar a Francia y estudiar pintura, entre otros, con Fernand Léger. A su regreso a Brasil se integrará dentro de la corriente constructivista con unas primeras obras en las que utiliza el blanco y el negro explorando las posibilidades espaciales del plano, en un momento, finales de los años 50, en el que los artistas de aquella corriente buscaban transformar la sociedad por medio del arte.
La artista ofrece al espectador una serie de sencillas instrucciones para que éste vaya construyendo la obra. Instrucciones que pueden venir por escrito o con la interacción dentro de un grupo que puede estar en cualquier lugar, lo que va a generar un intercambia recíproco, una suerte de retroalimentación que incidirá en el enriquecimiento del intercambio. Clarke pensaba que por medio de este mecanismo, las personas que decidieran intervenir, podrían llegar a reinventarse a sí mismas. Así, crea los que llamó Objetos relacionales, que consistían en bolsas, de plástico o de tela, que contenían aire, agua, arena o cualquier otro elemento, además de objetos diversos, para que los “pacientes” que se sometían a tan peculiar terapia, empezaran una suerte de ritual iniciático que les llevará a profundizar en los aspectos de su personalidad o en experiencias del pasado.
En ese momento la obra ya no puede ser considerada como un elemento susceptible de ser medido en términos económicos, sino tan sólo en valor experiencial ya imposible de subjetivar, y se vincula de una forma total a la parte psicológica del “paciente-creador”, y en ese preciso instante se estaría produciendo arte o, lo que es lo mismo, la posibilidad de ofrecer una cura.
Clarke buscaba profundizar en la capacidad de percepción del sujeto, hacerle bucear en sus recuerdos más profundos, en reconocer sus emociones. En 1968, exploró los caminos del tacto por medio de unas pelotas de diferentes tamaños, pesos y texturas, bajo el título de Luvas Sensoriais (Guantes sensoriales). En O eu e o tu: serie roupa-corpo-roupa (El yo y el tú: serie ropa-cuerpo-ropa), del año anterior, coloca a una pareja uno enfrente del otro, comunicados por medio de un tubo, vestidos con unas especies de monos con aberturas para poder tocarse el uno al otro, y dar así al hombre una sensación femenina y viceversa.
En 1976 regresa a Brasil definitivamente, dejando atrás sus años de enseñante en la Universidad de La Sorbona, para dedicarse al psicoanálisis con la utilización de sus Objetos relacionales.
Uno de esos azares que tiene el destino cambió radicalmente la vida de este fotógrafo. Era el famoso y mitificado año 1968, cuando la entrada de los tanques de la URSS entraba en el país centroeuropeo y ponía fin a la llamada “primavera de Praga”, ahogando, como ya había sucedido en Hungría en 1954, las posibilidades de que Checoslovaquia buscara su propio camino en la historia.
Ese suceso pilló a Dojc como estudiante en Gran Bretaña, estatus que modificó inmediatamente por el de refugiado político. Un visita al consulado de Canadá le abrió las puertas del que sería su país de acogida y en el que ha desarrollado una más que exitosa carrera fotográfica. El aterrizaje en Canadá lo hizo en la ciudad de Toronto y con 6 dólares en el bolsillo.
De ahí ha pasado a convertirse, con el paso de los años, en uno de los fotógrafos más respetados, y uno de los grandes autores de desnudos, como dejó patente la revista italiana L’Espresso, en su colección de libros titulada Eros y Fotografía, en la que Yuri Dojc comparte protagonismo con gente como Robert Mappelthorpe, David Lachapelle o Man Ray.
Son famosas sus imágenes de mujeres desnudas acompañadas por pequeñas figurillas que utilizan los cuerpos como plataforma de juegos, o para plantear una relación lúdica con modelos que están ausentes, que parecen no presentir la presencia de esas infantiles fierecillas, como si pertenecieran a distintos universos condenados a no entenderse, pero, al mismo tiempo, mantienen una lejana comunicación de tintes lúdicos.
Y es que el sentido del humor es algo que podemos apreciar en muchas de sus fotografías, como en aquellas en las que retrata a mujeres vestidas sucintamente o vestidas en absoluto, atacadas por la puerta del lavavajillas, o tumbadas sobre una mesa paladeando con una delectación quién sabe si sexual, el líquido que se vierte de una tetera de porcelana blanca. Mensajes simples desde un punto de vista conceptual pero que llegan con claridad al espectador.
Ese contenido a medio camino entre lo lúdico y lo sexual (¿acaso son elementos que se pueden desligar?), se observa también en sus fotografías de elementos vegetales con partes que se insertan en las cortezas o que remiten a los órganos sexuales femeninos. Unas mujeres que cuando retrata en blanco y negro tienen el aspecto de esculturas marmóreas, muchas veces colocadas en posturas complejas que no hacen perder un ápice de sensualidad a esos cuerpos que nos ofrecen a la vista unos juegos de formas de una gran brillantez formal, y que no hacen sino que aumentar la belleza intrínseca que tienen. Juegos de formas que se acentúa cuando las hace posar con instrumentos musicales (violas, contrabajos), estableciendo un juego muy interesante entre las formas propiamente femeninas y las de los instrumentos, en un juego que, en ocasiones, adquiere tintes surrealistas.
Las miradas de sus modelos están cargadas de melancolía, se alejan del espectador, y miran más allá pero sin fijar la mirada en ningún lugar concreto, simplemente dejan que la mirada vague sin rumbo, y cuando nos miran parece que nos están pidiendo un momento de escucha, de comprensión, un segundo de diálogo mudo, de compañía sin palabras innecesarias, porque todo lo importante ya está dicho.
El texto del artículo fue publicado originalmente en la revista digital Alenarte.
Nací en Álamo (La Judería)
No tengo lugar / y no tengo paisaje / yo menos tengo patria / Con mis dedos hago el fuego / y con mi corazón te canto / las cuerdas de mi corazón lloran / Nací en Álamo / nací en Álamo / no tengo lugar / y no tengo paisaje / yo menos tengo patria
Con tan solo tres discos a sus espaldas, está israelí nacida en Jerusalén en 1975, se ha convertido en la voz llamada a renovar el canto ladino, esas canciones que los sefarditas se llevaron de la península Ibérica en su diáspora por el Mediterráneo después de su expulsión en 1492, y que se cruzaron con los sonidos y las lenguas de los países que los acogieron.
Yasmine Levy viene de una familia muy enraizada en la tradición sefardita, ya que su padre, Yitzhak, fue un gran estudioso de esa música de la que logró reunir un ingente trabajo recogido en 10 libros con canciones religiosas y 4 de temática profana. Su madre, Kochava, era una cantante que dejó su carrera cuando se casó, y que después de enviudar (cuando Yasmin era aún muy niña) la fue recuperando poco a poco. Yasmin no parecía llamada por el camino de la canción ya que su ambición pasaba por estudiar veterinaria, y tenía la música más como un complemento educativo que como una profesión para el futuro.
Happiness (La Judería)
Yo bebo y bebo y bebo / para olvidarte / yo duermo y duermo y duermo / para no pensar / Mundo maldito / vivir para pagar por el pecado de amarte / maldita tú / suéltame / Te digo que vida no tengo / y es por tu culpa / las noches igual que los días / de soledad / Oh, Dios mío / ayúdame para matar este amor que está en mi corazón / bendito Dios / sálvame / Solo caminando en el camino de este mundo / y no tengo mas fuerza para luchar / Pensaba que amarte fue el remedio para el dolor / pero el dolor se hizo grande más y más. / Te dejo para siempre vida mía / no te olvides que soy hombre que existe para ti / y el cante de mi vida te regalo para siempre. / Te dejo para siempre vida mía / no te olvides que soy hombre que existe para ti / y el cante de mi vida te regalo para siempre / hasta que llegue el día del morir.
Durante 12 años estuvo acompañando a su madre como pianista, pero no sería hasta que viaje a Sevilla para estudiar flamenco (para ella España es su segunda casa), cuando descubra que podía ser cantante. Ella lo cuenta así: “Mi profesora de flamenco me pidió un día que cantara, y yo le dije que no podía porque no había cantado nunca. Ella insistió y yo abrí la boca por vez primera y ahí descubrí que era una cantante”.
Su primer disco, Romance & Yasmin lo grabaría en el año 2000, con el que ya logró estar nominada en los premios que concede la BBC dentro del apartado de World Music, y lo mismo le ha ocurrido con sus dos trabajos posteriores, La Judería (2005) y Mano Suave (2007). Entremedias de éstos dos últimos, en 2006, grabó un disco en directo titulado Live at the tower of David, Jerusalem.
Yasmin Levy introduce en su música elementos novedosos, que han supuesto una auténtica revolución en la sonoridad de unas canciones que ya tienen más de 500 años de historia, ya que introduce instrumentos como el oud, el violín, el cello, el piano, e incluso el cajón peruano. Pero lo que más destaca, y es lo que le da a sus canciones un poso aún más profundo del que tienen esas letras con más de 500 años de antigüedad, es la forma de cantar del flamenco, demostrando que pueden fusionarse ambos elementos para conseguir un hermanamiento del que sólo pueden salir buenos frutos.
Mano suave (Mano suave)
Ay, mano suave tenía / A tocarla, nadie se atrevía / Ay, madre, a tocarla nadie se atrevía / Su alma le entrego / El corazón entero / Ay madre, el corazón entero.
Algo a lo que también contribuye significativamente, el hecho de que se haya rodeado de una banda en la que conviven músicos de procedencias diversas como Irán, Armenia Egipto, Grecia, Portugal, Chile y España. Eso ya habla del componente multinacional, multiétnico y multireligioso que consigue aunar esta cantante en cuya voz se dan cita todas las esencias del Mediterráneo, esa cuna de culturas durante milenios, que, como su nombre indica, está en el medio bañando costas que la música hermana más allá de otro tipo de diferencias.
En su último disco, Mano suave, nombre que toma del segundo de los cortes y en el que sobre una melodía beduina suenan las palabras escritas por Zalman Shnior que dicen: Ay, mano suave tenía / A tocarla, nadie se atrevía / Ay, madre, a tocarla, nadie se atrevía / Su alma le entrego / El corazón entero / Ay madre, el corazón entero. Un disco en el que los sonidos del sur de España y sus formas de cante, cobran un protagonismo especial dentro de un conjunto que brilla por unas letras de amor y de desamor, la mayor parte de ellas sacadas de la tradición sefardí.
Una voz a seguir.
Me voy (La Judería)
Quiero olvidar el aroma de tu cuerpo / quiero olvidar el sabor de tus labios / quiero tener por una vez una vida feliz / por eso… / me voy… / Gracias por todo lo que me diste / gracias por amarme / pero no tengo ilusión / que tu eres mi linda flor / por eso… / me voy… / Dime, qué es lo que tienes / que yo no puedo olvidarte / mira, mírame mi niña / mira que mi alma sangra.
Cuando se habla de las vanguardias históricas, esto es, las que se desarrollan en las primeras décadas del siglo XX, pocas veces aparece el nombre de Sonia Delaunay ocupando el lugar que merece, y esto es así por varias cuestiones. Una es por haber sido la mujer de Robert Delaunay, un talentoso pintor junto con el cual desarrollará una pintura en la que es difícil distinguir si la obra es de uno o de otro; por otro lado, Sonia desarrollará una carrera también vinculada a la moda, lo que hace que se ponga un mayor énfasis en esa faceta que en la de pintora, olvidando que fue la primera mujer que vio en vida su obra colgada en el Louvre.
En las décadas finales del siglo XIX, Sonia Terk nacía en el seno de una familia judía ucraniana, que a los cinco años la entregó en adopción a unos tíos, algo que será fundamental en su trayectoria artística, ya que gracias a eso pudo viajar a San Petersburgo y seguir estudios de arte que luego ampliaría en Alemania, antes de instalarse definitivamente en París, ciudad que por aquellos inicios del siglo XX, y hasta la Segunda Guerra Mundial, era la auténtica capital mundial del arte.
En la capital francesa empieza una carrera artística que tendrá su primer horizonte en una mezcla entre las formas cubistas y la aplicación del color de los postimpresionistas como Gaugin o van Gogh, sin olvidarse de los fauvistas, y sus toques “salvajes” de color. De ahí, la utilización del color para plasmar sentimientos, para crear formas que entran en el terreno de la abstracción, y en las que el dibujo queda relegado a la conjunción de unas tonalidades vivas, alegres, optimistas.
Junto a su marido, será una de las impulsoras del Orfismo, un movimiento que surgió a raíz de una exposición que hizo el grupo cubista La Sección Áurea en 1912, y que el poeta Apollinaire bautizó de esa manera tomando como punto de referencia la figura de Orfeo. En esencia, fue un movimiento caracterizado por el alejamiento de la realidad física, para entrar en el terreno de la representación abstracta por medio de formas y colores, y utilizarlos como vehículos para transmitir emociones.
Antes de que la denominación de Orfismo alcanzara el éxito, a esa forma nueva de hacer los Delaunay la llamaron Simultaneismo, y parece que la inventora fue Sonia, quien tuvo la inspiración mientras estaba haciendo una colcha para la cuna de su hijo con retales de distintos colores, a la manera tradicional rusa. La combinación de formas y colores hizo que le saltara la chispa de la inspiración y pusiera la primera piedra de un camino que luego recorrería junto con su marido.
La Primera Guerra Mundial, coge al matrimonio Delaunay en España, y aquí abrirá una tienda en Madrid, para vender la ropa diseñada por ella misma y que tuvo un gran éxito entre las élites aristocráticas de la capital. En esas telas siguió con su tónica colorista, que también debe mucho a su tierra rusa, y que fueron una auténtica revolución en el mundo de la moda del momento. También realizó vestuarios para la compañía de ballet rusa de Diaghilev.
En los años 30, volverá a implicarse con la pintura, con las características formas geométricas, en las que el círculo tendrá una especial importancia, y siempre colores de una viveza extraordinaria, estilo que se irá volviendo más sencillo y delicado con los años, algo que se ve muy bien en sus gouaches. Después de la muerte de su marido, se dedicará a difundir la obra de áquel, para ver su obra reconocida con la exposición que se le hizo en el Louvre en 1964, y en 1979 se hace la primera retrospectiva del matrimonio, en el mismo año de su muerte.
Este arquitecto norteamericano está, por derecho propio, en un lugar destacado del panteón de los arquitectos más importantes de la historia, entre otras cosas, porque partiendo de un ambiente decimonónico, con esquemas heredados del neoclasicismo y del estilo victoriano británico, en ningún momento siente apego por esos esquemas trasnochados para abrir una serie de puertas fundamentales cuyas sombras todavía se proyectan en la arquitectura del siglo XXI.
Sus estudios universitarios transcurrieron en la Universidad de Wisconsin, en la que siguió cursos de ingeniería. Con 20 años empezó su aprendizaje en el estudio del arquitecto Silsbee, desde donde pasaría, como delineante, al Dankmar Adler y Louis Sullivan. A éste último, Wright siempre lo consideró como su auténtico maestro, y en 1893 abrió su propio estudio arquitectónico en la ciudad de Chicago.
Allí empezará a desarrollar un estilo que no se entiende si no tenemos en cuenta algunos principios. En primer lugar, el apego que Wright siente por la tierra fruto de las estancias y el trabajo en la granja familiar de Wisconsin, será la base de su compromiso con la integración de los edificios en el paisaje, algo que valora y que transforma pero siempre desde un profundo respeto. La sensibilidad cultural de sus padres, ambos profesores, le dio al joven Wright una formación a la europea y una visión amplia de la compleja sociedad norteamericana en la que luego desarrollará su obra.
La formación de su propio estudio le permitió empezar a desarrollar todas sus ideas con total libertad, y empezar a diseñar las viviendas unifamiliares que serían uno de los pilares de su éxito. Serán las llamadas Prairie Houses (Casas de la pradera), que desarrolló entre 1900 y 1911. Ahí Wright experimenta con una serie de planteamientos absolutamente novedosos para el momento, destacando la excelente integración de los edificios en medio del paisaje, ya no son elementos que se imponen al espacio que los rodea, sino que se convierten en un añadido que se funde con el entorno.
Naturaleza con la que Wright mantenía una relación próxima a lo místico, ya que consideraba que el bienestar del ser humano logrará una mayor plenitud personal, espiritual y física, cuanto mayor sea su relación con ese elemento. Lo que pretende este arquitecto es que “el ser humano experimente y participe de las alegrías y maravillas de la belleza de la naturaleza” (Bruce Brooks Pfeiffer).
La estancia central de la vivienda será le que albergue la chimenea, y a su alrededor se organizarán el resto de habitaciones, las cuales se convierten de la mano de Wright en espacios abiertos, lo que se traduce en una suerte de espacio continuo apenas roto por algunos muros compactos reducidos a lo imprescindible. Las zonas se diferencian unas de otras por medio de materiales ligeros o por techumbres a diferentes alturas, lo que genera una planta del edificio muy libre, liberada de los antiguos corsés decimonónicos. Todo ello sin dejar de lado el uso de nuevas técnicas de construcción como los elementos prefabricados de hormigón, o las nuevas concepciones en los sistemas de iluminación indirecta o el aire acondicionado.
En 1910 viaja a Europa con motivo de la publicación en Alemania de sus proyectos, que fueron muy bien acogidos por sus colegas europeos empezando la influencia que Wright propagó por nuestro continente, especialmente en Holanda, donde el movimiento De Stil estaba empezando a dar pasos en la dirección de introducir la vanguardia en la construcción de edificios.
Un arquitecto capaz de realizar edificios pesados, esculturales, que luego convertirán esas formas rotundas en plasticidad, en espacios dinámicos, definidos en obras de enorme ligereza, que parecen no pesar sobre el suelo. Obras modestas al lado de otras tremendamente espectaculares como puede ser la archiconocida Casa de la Cascada, o el Museo Guggenheim. En todos ellos el elemento central es el hombre, los valores humanos que hay que colocar por encima de todo.
“La humanidad está por encima del instinto. De esta luz interior nace la imaginación humana, crea y muere, pero sigue viviendo como luz de vida si estaba viva en el hombre. Ilumina al espíritu, tanto que su vida misma es esa luz e ilumina a otros. Las afirmaciones de esta luz en la vida y en la obra humana es la verdadera felicidad del hombre” (Frank Lloyd Wright)