Acabo de separarme de una mujer con la que conviví durante dos años y medio. Las últimas semanas han sido grises y tristes, porque ambos sabíamos que todo terminaba entre nosotros de forma anunciada e irremediable. El final llegaba sin estridencias, sin señales espectaculares, callado como una enfermedad o una sentencia sin apelación. Todo moría poquito a poco, en la rutina final de cada día. Despacio. Y me parece mentira. Al principio, cuando esa mujer entró en mi vida, todo era deslumbramiento, expectación. Ansiaba conocerlo todo de ella, tocar su piel y oler su cabello, vivir como propios su infancia, sus sueños, su memoria. Oír su voz y el rumor de sus pensamientos. Y así lo hice. Durante todo este tiempo anduve sumergido en ella. Y ahora, justo cuando se va, la conozco mejor que a mí mismo. Sé cómo pelea, cómo sufre, cómo ama. Identifico sus heridas, porque fui yo quien se las infligió deliberadamente, una por una. Sé cómo ve el mundo, la vida y la muerte. Cómo ve a los hombres. Cómo me ve a mí. No podía ser de otro modo porque, aunque ella siempre estuvo ahí, en alguna parte esperando que se cruzaran nuestras vidas, fui yo quien en cierto modo la convirtió en lo que ahora es. Nadie pone lo que no tiene. Y de ese modo llegué a reconocerme en sus gestos, palabras y silencios como si contemplara mi imagen en un espejo.
Ahora todo terminó. Hemos estado por última vez frente a frente, mirándonos a los ojos, y al fin la he visto fuera, lejos. Completamente extraña, como si su vida y la mía discurrieran por caminos distintos. Y lo singular es que al advertir eso no experimenté dolor, ni melancolía. Sólo una precisa sensación de alivio infinito, e indiferencia. Eso es tal vez lo más singular de todo: la indiferencia. Después de haber ocupado durante veintinueve meses la totalidad de mis días y noches, la miro y no siento absolutamente nada. Qué raro es todo. Cuando al cabo lo sé todo de ella, y tras consagrarle mi trabajo, mi tiempo y mi salud la conozco mejor que a ninguna otra mujer en el mundo, resulta que ya no me importa. Es como si se quedara de pronto atrás, a la deriva, o se alejase por caminos que me son ajenos, y me diese igual lo que sufra, a quién ame, con quién viva, cómo sienta o como muera. Esa mujer ya no es asunto mío, y eso me hace sentir egoístamente limpio y libre. Es bueno, decido, poder desprenderse de esa forma de pedazos de tu vida, dejándolos atrás como quien se desembaraza de algo viejo e inútil. Una automutilación práctica. Higiénica.
Sé que el mundo es un pañuelo, y que voy a tropezarme muchas veces con su fantasma en las próximas semanas. Amigos y desconocidos me hablarán de ella y tendré, a mi vez, que dar explicaciones al respecto. Esto y aquello. La quise. Me quiso. Etcétera. Nuestros caminos se cruzarán sin duda en librerías, aeropuertos, páginas de diarios. Intentaré dejarla lo mejor posible, claro. Hablaré de nosotros como si todavía me importara, o como si mi vida girase todavía en torno a sus palabras, sus pensamientos, sus odios y sus amores. Lo haré echándole buena voluntad, lo mejor que sepa. Y casi todos pensarán: hay que ver cómo la quería. Cómo la quiere. Contaré sobre todo la parte fácil: los primeros días, los primeros tiempos, cuando todo era perfecto y era posible porque aún estaba todo por vivir. Cuando cada momento era una hoja en blanco, y ella un enigma que parecía indescifrable. Callaré el resto: la soledad, el hastío, la indiferencia del final, cuando ya nada quedaba por descubrir, por vivir, por imaginar. Cuando todo estaba consumado, y nos situábamos cada día y cada noche uno frente a otro con la intención, el deseo, de terminar de una vez. De agotarnos y olvidarnos.
Ahora, al fin, esa mujer me ha dejado para siempre. Hizo la maleta en su último amanecer gris y acaba de irse sin mirar atrás, el pelo recogido en la nuca, muy tirante y con la raya en medio, su semanario de plata mejicana tintineándole en la muñeca derecha. No la echo de menos, y tampoco creo que ella lamente perderme de vista. Es hora de que viva su propia vida, y lo sabe. Durante todo ese tiempo me esmeré en prepararla para eso. Y en el fondo tiene gracia: me rifé en ella el talento, la piel y la vida, y ahora la veo irse y no siento emoción ninguna. Sin duda pronto la encontraré en manos de otros, y la verdad es que no me importa. Antes de marcharse entornando despacio la puerta para no hacer ruido –yo estaba inmóvil, fingiendo que dormía-, dejó sobre la mesa una raya de coca, una botella de tequila y una copa a medio vaciar, y en el estéreo una canción de José Alfredo Jiménez. Cuando estaba en las cantinas, dice la letra, no sentía ningún dolor. Ahora termino de teclear estas líneas, me levanto y apago la música. Qué cosas. Por qué diablos tendré un nudo en la garganta. A fin de cuentas, sólo se trataba de una novela más.
Incluido en No me cogeréis vivo. Recopilación de artículos de Arturo Pérez Reverte publicados entre 2001 y 2005. Alfaguara 2005.
Ahora todo terminó. Hemos estado por última vez frente a frente, mirándonos a los ojos, y al fin la he visto fuera, lejos. Completamente extraña, como si su vida y la mía discurrieran por caminos distintos. Y lo singular es que al advertir eso no experimenté dolor, ni melancolía. Sólo una precisa sensación de alivio infinito, e indiferencia. Eso es tal vez lo más singular de todo: la indiferencia. Después de haber ocupado durante veintinueve meses la totalidad de mis días y noches, la miro y no siento absolutamente nada. Qué raro es todo. Cuando al cabo lo sé todo de ella, y tras consagrarle mi trabajo, mi tiempo y mi salud la conozco mejor que a ninguna otra mujer en el mundo, resulta que ya no me importa. Es como si se quedara de pronto atrás, a la deriva, o se alejase por caminos que me son ajenos, y me diese igual lo que sufra, a quién ame, con quién viva, cómo sienta o como muera. Esa mujer ya no es asunto mío, y eso me hace sentir egoístamente limpio y libre. Es bueno, decido, poder desprenderse de esa forma de pedazos de tu vida, dejándolos atrás como quien se desembaraza de algo viejo e inútil. Una automutilación práctica. Higiénica.
Sé que el mundo es un pañuelo, y que voy a tropezarme muchas veces con su fantasma en las próximas semanas. Amigos y desconocidos me hablarán de ella y tendré, a mi vez, que dar explicaciones al respecto. Esto y aquello. La quise. Me quiso. Etcétera. Nuestros caminos se cruzarán sin duda en librerías, aeropuertos, páginas de diarios. Intentaré dejarla lo mejor posible, claro. Hablaré de nosotros como si todavía me importara, o como si mi vida girase todavía en torno a sus palabras, sus pensamientos, sus odios y sus amores. Lo haré echándole buena voluntad, lo mejor que sepa. Y casi todos pensarán: hay que ver cómo la quería. Cómo la quiere. Contaré sobre todo la parte fácil: los primeros días, los primeros tiempos, cuando todo era perfecto y era posible porque aún estaba todo por vivir. Cuando cada momento era una hoja en blanco, y ella un enigma que parecía indescifrable. Callaré el resto: la soledad, el hastío, la indiferencia del final, cuando ya nada quedaba por descubrir, por vivir, por imaginar. Cuando todo estaba consumado, y nos situábamos cada día y cada noche uno frente a otro con la intención, el deseo, de terminar de una vez. De agotarnos y olvidarnos.
Ahora, al fin, esa mujer me ha dejado para siempre. Hizo la maleta en su último amanecer gris y acaba de irse sin mirar atrás, el pelo recogido en la nuca, muy tirante y con la raya en medio, su semanario de plata mejicana tintineándole en la muñeca derecha. No la echo de menos, y tampoco creo que ella lamente perderme de vista. Es hora de que viva su propia vida, y lo sabe. Durante todo ese tiempo me esmeré en prepararla para eso. Y en el fondo tiene gracia: me rifé en ella el talento, la piel y la vida, y ahora la veo irse y no siento emoción ninguna. Sin duda pronto la encontraré en manos de otros, y la verdad es que no me importa. Antes de marcharse entornando despacio la puerta para no hacer ruido –yo estaba inmóvil, fingiendo que dormía-, dejó sobre la mesa una raya de coca, una botella de tequila y una copa a medio vaciar, y en el estéreo una canción de José Alfredo Jiménez. Cuando estaba en las cantinas, dice la letra, no sentía ningún dolor. Ahora termino de teclear estas líneas, me levanto y apago la música. Qué cosas. Por qué diablos tendré un nudo en la garganta. A fin de cuentas, sólo se trataba de una novela más.
Incluido en No me cogeréis vivo. Recopilación de artículos de Arturo Pérez Reverte publicados entre 2001 y 2005. Alfaguara 2005.
........¡SIN PALABRASS!!....ME ENCANTÓOO!!!
ResponderEliminarBesosss!!
Soy súper fan del Pérez Reverte. Es un tipo que cuenta historias en un mundo que pide ser contado. Dos que tres lumbreras aprenderían mucho de este escritor que a mí se me hace genial.
ResponderEliminarUn saludo...
Me puse al día con tu blog!! me re gusta leerte! Y respecto ala peli.." Lucía y el Sexo"....a mí me re gustan pelios que tiene malas críticas...es que "esos" no entienden nadaaa!! jajaja!! besotess y como siempre un gusto leerte! ¿Te queda muy lejos la isla de Formente? ¿no te dieron ganas de conocerla?...y ...la frase..que tenés en la cabecera de tu blog....¡siempre fué la misma?.... nosé porque hoy me llamó más la atención.....me gustó he?...Bueno...saludoss! ;)
ResponderEliminarHola otra vez!
ResponderEliminarArturo Pérez Reverte es otro de los habitantes de mi isla particular de imprescindibles. Es el único escritor del que tengo la obra completa y en cuanto estrenen "La carta esférica" en el cine para allá que me voy. Espero no llevarme otra decepción.
La frase del encabezado del blog la tengo colgada desde hace un par de semanas más o menos. La voy cambiando de vez en cuando.
En kilómetros me queda algo lejos Formentera, porque yo vivo en el norte, en la costa cantábrica y la isla está en el Mediterráneo. Pero son muchos los que van allí de vacaciones y con los aviones todo queda cerca. Lo cierto es que no conozco ni las Baleares ni las Canarias, algo a lo que tendré que poner remedio.
Bienvenida!!
Hola fábrica de polvo. Comparto entusiasmo por este escritor, antes reportero de guerra, que escribe directo, en corto y por derecho que él diría. Tengo su obra completa y es fantástica.
ResponderEliminarLástima que las adaptaciones de sus libros al cine no estén a la altura.
Un saludo!
Que bien enmascara la identidad de este libro que parece un monólogo de una relación :me ha encantado!
ResponderEliminarTienes un blog fantástico!
Un saludo.
Muchas gracias Bertha. En este relato Reverte se está despidiendo de la protagonista de su novela La reina del sur, y la verdad es que le ha quedado un relato fantástico.
ResponderEliminarUn abrazo y bienvenida!
Primera vez que lo leo, vaya, cada línea me sobrecogía de distintas formas, sólo él, y ella???,dice que lo sabe, MENTIRA no sabe nada, las mujeres nos levantamos y llegamos mucho mejor que antes.
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