Duke Ellington. A Night At The Cotton Club (1929)
Fue en el 56. Una tarde Salvatore Fiore volvió a casa con un disparo en la cara. Acaban de embalsamar su cuerpo en la funeraria del señor Mangano. Su piel tirante brillaba como si le hubiesen pasado a pincel el azogue de un espejo. A las tres o cuatro horas se presentó en el domicilio de los Fiore un señor jadeante y corpulento al que acompañaban varios individuos fríos y disuasorios; uno de ellos, con el aspecto de haberse afeitado con un martillo, sonreía con ahínco, como la inquietante expresión de alguien cuya sonrisa como multada a mí me pareció una felicitación de navidad pegada con sarro en el parabrisas del coche fúnebre. El señor jadeante y corpulento besó la mano de la señora Fiore y le entregó con discreción un cheque en el que había casi tantos números como en un almanaque. “Si tiene problemas para cobrarlo, señora, dígale al director del banco que marque con sus dedos esa cantidad, omitiendo la coma, como es natural; esas cifras son mi número de teléfono”. La madre de Tonino no hizo preguntas. Entonces no se me pasó nada así pro la cabeza, pero al cabo de los años comprendí que la señora Fiore había encajado el luto como si a su marido le hubiesen disparado en la cara con el bombo de la lotería. Salvatore había sido instalado en un féretro muy recargado y confortable en el que el padre de Tonino tenía el magnífico aspecto del que esperase la bandeja con la cena fría. Acudieron muchos vecinos a la ronda del pésame. La muerte era entonces una tradición social y en verano daba gusto ir a cualquier casa en la que hubiese u difunto que refrescase el ambiente. A Salvatore lo asesinaron en otoño y supongo que nadie acudió atraído por el refrigerio de la muerte. A Tonino su madre lo abrigó mucho para que no se enfriase al darle el abrazo a su padre.
Aquella noche cené en la cocina de los Fiore. Ornella nos preparó algo que parecía cocinado con el esqueleto del fuego. Recuerdo haber cenado un filete farragoso y menos que templado, pero al habérmelo servido Ornella Fiore de la mano de sus propios ojos, me sentó igual de bien que si me hubiese comido su bufanda. Pasada la medianoche me dieron a beber una sopa gris y algo espumosa, un líquido que empañaba los ojos, algo invertebrado e insípido que, sin embargo, me causó la misma excitación que si Ornella hubiese aviado aquella sopa cociendo el sillín de su bicicleta en el agua venérea de haberse bañado. Creo que fue precisamente aquella la noche cuando en el trance de la angustiosa orfandad fraguó para siempre en el cuerpo de Ornella Fiore el ganglio de la feminidad, aquella sebácea ristra sinoidal superpuesta en la somera delgadez de su infancia, como una glandular estrella del cinema crucificada de negro en la leñosa percha del hambre. Salí a la calle detrás de aquel implacable cortejo, que se esfumó en el interior de un par de coches a los que mismo parecía que se entrase por la portada del periódico. Y recuerdo que no tardó ni diez segundos en doblar la esquina el suave “Tedeum” de sus motores.
Aquella noche cené en la cocina de los Fiore. Ornella nos preparó algo que parecía cocinado con el esqueleto del fuego. Recuerdo haber cenado un filete farragoso y menos que templado, pero al habérmelo servido Ornella Fiore de la mano de sus propios ojos, me sentó igual de bien que si me hubiese comido su bufanda. Pasada la medianoche me dieron a beber una sopa gris y algo espumosa, un líquido que empañaba los ojos, algo invertebrado e insípido que, sin embargo, me causó la misma excitación que si Ornella hubiese aviado aquella sopa cociendo el sillín de su bicicleta en el agua venérea de haberse bañado. Creo que fue precisamente aquella la noche cuando en el trance de la angustiosa orfandad fraguó para siempre en el cuerpo de Ornella Fiore el ganglio de la feminidad, aquella sebácea ristra sinoidal superpuesta en la somera delgadez de su infancia, como una glandular estrella del cinema crucificada de negro en la leñosa percha del hambre. Salí a la calle detrás de aquel implacable cortejo, que se esfumó en el interior de un par de coches a los que mismo parecía que se entrase por la portada del periódico. Y recuerdo que no tardó ni diez segundos en doblar la esquina el suave “Tedeum” de sus motores.
Nina Simone. I Love You Porgy (1962)
La ambientación, el léxico y el estilo narrativo de la historia me fascinan.
ResponderEliminarMe alegro de poder deleitarme con este escritor cada vez que nuevamente, tú, Alfredo, nos vuelves a colgar otro nuevo capítulo.
Un abrazo!
A mí me gusta mucho como escribe. Lo descubrí a través de los periódicos, y hace muy poco me tropecé con este libro por casualidad en una librería cuando ya llevaba un tiempo buscándolo. Ahora tendré que encontrar el primero.
ResponderEliminarGracias y un saludo!
Muy bueno el relato y encima musicalizado genialmente con el mejor jazz de la mano de Duke. Saludos!
ResponderEliminarRecreación de atmósfera de cine negro, con un cinismo a la altura de Sam Spade o el Rick de Casablanca. Comparto contigo la calificación de genio para Duke, un músico elegante como pocos.
ResponderEliminarGracias y un saludo!